Sé que eres fruta prohibida para mí y que no debería tomarte, pero tus dulces besos llenan de sabor mi boca y me hacen desear siempre más. Fruta prohibida que no debería comer. Fruta madura que endulza mis labios. No lo puedo remediar, me gustas demasiado y por ti he pecado, pero que más da si tú me haces feliz, pienso mientras te observo desnudo sobre la cama, boca abajo, con la sábana tapándote solo ese culito que me gusta tanto. Ha sido una larga noche. Noche de pasión, de caricias y secretos, de amores y besos. Aún no me lo puedo creer, aún no entiendo como pudimos esquivar a todos y salir de aquella fiesta. Pero lo hicimos y ha valido la pena, ya lo creo que la ha valido, sobre todo por esta, nuestra primera noche juntos. Aunque mi marido pueda descubrir la verdad. Creo que llega la hora de regresar junto a él y abandonar este paraíso de pasión, pero antes, sentada en esta silla, desnuda y libre frente a ti, quiero recordar, revivir minuto a minuto esta maravillosa noche de dulce sabor a fruta prohibida. Otras veces lo hemos hecho, pero siempre deprisa y corriendo a escondidas de mi marido, en cinco minutos o diez a lo sumo, pero esta vez… Esta vez te propusiste tenerme para ti toda la noche. Y no fue fácil conseguirlo. La fiesta estaba en su momento álgido cuando llegaste tú y enseguida te encaminaste hacia nosotros, que estábamos en la barra.
Ya en ese momento en tu mirada divisé un halo de misterio y picardía. Escondías algo, sin duda.
— ¡Cómo está esto! — Exclamaste chocando tu mano con la de Juan.
Juan, tu mejor amigo, mi marido y el punto de unión entre tú y yo.
— Empiezo a arrepentirme de haber venido — añadiste. Yo, en cambio, me sentía feliz, sobre todo porque tú estabas allí.
— ¿Bailamos? — Te pregunté mirándote directamente a los ojos.
— Por supuesto, preciosa. Seguro que el soso de tu marido aún no te ha sacado ni a dar un paso.
— No, ya sabes como es y cuanto odia bailar.
Me cogiste de la mano y me llevaste hasta el centro de la pista. Mientras Juan se quedaba en la barra observándonos. Empezaba a sonar una canción lenta: «You’re beautiful» de James Blunt. Pegaste tu cuerpo al mío y pude sentir tu erección, luego tu boca en mi oído diciéndome:
— Estás preciosa.
Yo llevaba un vestido en blanco con bordados dorados, estrecho que se adaptaba perfectamente a mi figura, con un escote que dejaba ver el nacimiento de mis pechos, cosa en la que mi marido ni se había fijado, pero tú sí.
— Gracias — me sentía un poco incómoda porque Juan nos miraba, aunque tampoco era extraño que me viera bailar contigo. De hecho siempre bailaba contigo porque con él no podía, ya que no le gustaba. Pero el miedo a que descubriera nuestra relación me atenazaba. No sé como, pero lograste llevarme hasta el lugar más recóndito del salón. Aquel al que los ojos de mi marido no podían llegar y aprovechaste ese momento para besarme apasionadamente.
— ¡¡¡¡Pedro, estás loco!!!! — Exclamé algo enfadada.
— Sí, por ti.
Me llevaste hasta la puerta y salimos al rellano. Allí volviste a darme uno de esos apasionados besos que tanto me gustan. Tus labios rozaron los míos, los míos engulleron los tuyos, tu lengua buscó la mía y la mía rozó la tuya. Tus manos acariciaron todo mi cuerpo. Y al separarte de mí, me cogiste de la mano y dijiste:
— Anda, vamos.
— ¿Dónde vamos? ¿Y Juan? — te pregunté entre sorprendida y asustada.
— Olvídate de él. Esta noche, vas a ser mía toda la noche.
— Pero tú estás loco — protesté — Juan me buscará.
— Ya te lo he dicho. Olvídate de él. Luego le das cualquier excusa y ya está, pero esta noche te quiero para mí.
Pero no podía olvidarle. En cuanto se diera cuenta de nuestra desaparición, Juan empezaría a llamar desesperado para saber donde estábamos y descubriría todo, pensé. Busqué el móvil en mi bolso, mientras tú me arrastrabas a la calle. Cuando viste que tenía el móvil en la mano, me lo quitaste diciendo:
— Tú estás loca. No vas a decirle nada y si lo haces será mañana por la mañana, cuando haya hecho contigo todo eso que tengo tantas ganas de hacerte — dijiste, abrazándome con fuerza y dándome un apasionado beso en los labios.
Estábamos ya frente a tu coche y me apoyaste sobre él. Tu lengua se introdujo en mi boca, mientras tu mano subía la falda del vestido que llevaba, muy despacio. Justo en ese momento sonó mi móvil que habías guardado en tu bolsillo del pantalón. Lo sacaste y miraste la pantallita.
— Es tu marido.
— Ya te dije que me buscaría.
— Bueno, luego le contestas — dijiste cínicamente.
Y volviste a guardar el móvil en tu bolsillo. Volviste a besarme, pegando tu cuerpo al mío y haciéndome sentir la erección que crecía entre tus piernas. Habías logrado subirme la falda hasta mi culo y con tu mano apretabas indecentemente mi nalga. Entonces el que sonó fue tu móvil. Lo buscaste en el bolsillo, sin soltar mi nalga. De nuevo miraste la pantallita.
— Otra vez él — dijiste — le haremos sufrir un poquito más. Lo apagaste y seguiste con el trabajo, metiendo tu mano entre mis bragas, buscando mi húmedo sexo. Me estremecí al sentir tus dedos sobre el mágico botón y gemí. Acercaste tu boca a mi oído, lo lamiste y descendiste hasta mi cuello para lamerlo y chuparlo. Todo mi cuerpo vibraba de deseo. En unos segundos habías conseguido ponerme a mil. Mi móvil volvió a sonar, pero no le hiciste caso, solo metiste tu mano en el bolsillo y lo apagaste, porque dejó de sonar repentinamente. Cogiste mi pierna derecha y la subiste hasta tu cadera. Nuestras bocas seguían unidas en un intenso y largo beso. Oí que te bajabas la cremallera del pantalón, estabas dispuesto a hacérmelo allí mismo, pero protesté:
— Aquí no, Pedro; podría vernos cualquiera, incluso mi marido si sale a buscarme a la calle.
— Esta bien, preciosa — aceptaste, abriendo la puerta trasera del coche y haciéndome entrar.
Tú entraste justo detrás de mí y antes de que pudiera acomodarme. Me abriste de piernas y me quitaste las bragas. Seguidamente empezaste a acariciar y lamer mi sexo lampiño. Tu lengua se movía como una serpiente sobre los pliegues de mi vulva y no podía dejar de gemir y sentirme cada vez más caliente, olvidando todo lo demás, incluso a mi marido. Y cuando tu lengua se introdujo en mi agujero vaginal, todo mi cuerpo se estremeció; me miraste directamente a los ojos y me dijiste:
— Anda, ven aquí, hermosa. Que tres días sin follarte es mucho tiempo y ya no aguanto más.
Me senté sobre tus piernas, mientras tú sacabas tu miembro erecto de su cálido refugió. Surgió brillante e hinchado, así que me puse sobre él, con maestría, lo dirigiste hacía mi agujero y descendí sintiendo como me penetraba. El momento de sentirme una contigo siempre era sublime y ese no lo fue menos. Inmediatamente, empecé a cabalgar, pues como acababas de decir, tres días de sequía eran mucho para nuestros cuerpos acostumbrados a tenerse casi a diario. Tus manos acariciaron mis senos por encima de la tela del vestido, abriste el escote y los sacaste para tener una mejor visión de ellos y poder sobarlos y lamerlos a tu antojo, como a ti te gustaba.
— ¡Ah! — Gemí al sentir tu boca devorando mis pezones.
Mi cuerpo se balanceaba sobre tu miembro, sintiendo como entraba y salía de mí, como me daba ese maravilloso placer que tanto había deseado. Cuando repentinamente dijiste:
— Espera, espera, quédate quieta. Creo que tu marido está ahí. Me detuve y dejé que miraras por encima de mi hombro, sin atreverme a hacerlo yo por miedo a ser descubierta.
— Sí, es él y creo que está llamando por el móvil. Espera — cogiste tu móvil y lo encendiste.
— ¿Qué vas a hacer? — Me asuste al adivinar lo que pretendías
— No — protesté. Pero enseguida sonó el timbre del teléfono y lo cogiste:
— ¿Sí?
— ¿Pedro? ¿Dónde os habéis metido? ¿Está Alicia contigo? — Oí que te preguntaba mi marido
— No, ¿por qué? Me dijo que tenía que ir al baño. Luego me encontré con una vieja amiga, y decidimos ir a recordar viejos tiempos — mentiste a mi marido, mientras me animabas a que siguiera cabalgándote, empujando con tu pubis hacia mí — ¿No estará en el lavabo?
— No, ya lo he mirado — pude oír que te contestaba Juan.
— No te preocupes, seguro que está bien, y que en cuanto pueda te llama — trataste de tranquilizarlo, mientras yo me excitaba sintiendo como tu pene entraba y salía de mí, entretanto hablabas con mi marido por el teléfono.
La situación no podía ser más morbosa, lo que me excitaba enormemente haciéndome gemir. Para acallar mis gemidos metiste un par de dedos en mi boca, obligándome a lamértelos y chuparlos, mientras seguía cabalgándote y el cosquilleo del placer iba aumentando gradualmente.
— No sé, la he llamado al móvil y lo tiene apagado.
— No te preocupes, seguro que pronto dará señales de vida. Te dejo que estoy ocupado — te excusaste finalmente, sacando tus dedos de mi boca y dejando que gimiera para que Juan me oyera.
— Sí, claro, lo siento — se excusó él sin saber que los gemidos que acababa de oír eran de su mujer. Dejaste el móvil sobre el asiento y me abrazaste diciendo:
—Me he puesto a mil con la llamada.
— Yo también ¿Sigue ahí?
— No, ha entrado en el portal.
Entonces volví a cabalgarte, pero esta vez dejándome ir por completo, pues estaba muy excitada y sólo deseaba llegar al final, liberarme y liberar mi orgasmo. Nos abrazamos y tu cara quedó hundida entre mis senos que lamiste y chupeteaste, hasta que ambos llegamos al orgasmos y sentí como te clavabas por completo en mí, llenándome con tu semen.
Descansamos unos segundos, abrazados en el asiento trasero del coche y luego diciendo:
— Ahora nos vamos a mi casita, porque te juro que esta noche te lo haré de todas las maneras posibles — te sentaste al volante del coche.
Yo me quedé en el asiento trasero, y después de pedirte mi móvil, llamé a Juan, para excusarme:
— ¿Cielo?
— ¿Dónde estás? — Preguntó muy preocupado.
— No te preocupes, estoy bien. Paquito ( que era nuestro hijo pequeño) se ha puesto muy pesado y he tenido que ir a casa de mamá – mentí, en realidad, nuestros hijos estaban en casa de mi madre perfectamente atendidos por ella – pero no te preocupes, sólo tiene un poco de fiebre. Me quedaré aquí con ellos a pasar la noche y ya mañana iré para casa ¿vale?
— Como tú quieras, cielo — me respondió mi marido sin sospechar que le estaba mintiendo.
— Bien, hasta mañana — me despedí.
Seguidamente, marqué el número de mi madre.
— ¿Mamá?
— Sí, hija.
— Necesito que me hagas un favor. Si llama Juan, le dices que Paquito está mejor y que yo estoy ahí, con él ¿vale?
— Si, hija, ¿pero no estás con él en la fiesta? — Me preguntó curiosa.
— No, mamá, ahora no. Mañana te cuento.
— Esta bien, hija. Hasta mañana.
Colgué y busqué mis braguitas por el asiento trasero, pero al no encontrarlas te pregunté:
— ¿Y mis braguitas?
— Las tengo yo, bien guardaditas — dijiste tocándote el bolsillo del pantalón — y no te las devolveré hasta haberte hecho todo lo que estoy pensando.
Había un aire de perversidad en tu semblante, estaba claro que la noche iba a ser larga.