jueves, 3 de julio de 2025

DESEO OCULTO 3

Los días siguientes se convirtieron en un extraño juego de apariencias. En el aula, yo era la Señorita Luz, la profesora de siempre, y Pablo, un alumno más, aunque mis ojos siempre lo encontraban entre la multitud. Cada vez que alzaba la voz para explicar algo, me preguntaba si él recordaría cómo esa misma voz había gemido su nombre. La tensión secreta era una corriente eléctrica sutil, invisible para los demás, pero palpable para nosotros. Mis noches se llenaron de sueños vívidos, ecos de la gabardina, la cadena y sus órdenes. Me encontraba releyendo viejos apuntes, pero mi mente divagaba hacia los dibujos en su cuaderno, la audacia de su arte, la forma en que había convertido mis fantasías más ocultas en una realidad tangible.

La rutina diaria, antes predecible, ahora estaba salpicada de micro-momentos de anticipación. ¿Me lo cruzaría en el pasillo? ¿Me dedicaría otra de esas sonrisas enigmáticas? Mi cuerpo, antes tan familiar, se sentía distinto, más consciente de sí mismo, de sus deseos. La sumisa que había surgido en el parque no se había ido; esperaba paciente bajo la superficie, lista para responder a la más mínima señal.

Una semana después, la señal llegó. Había terminado mis clases y me dirigía a la cafetería para un café rápido. Al pasar por la sala de arte, vi a Pablo. Estaba solo, terminando un boceto. Al verme, levantó la mirada y, con una sonrisa que me encogió el estómago, desdobló una hoja de papel que tenía sobre el caballete. Era un dibujo. Yo, de nuevo, arrodillada, pero esta vez, en lo que parecía ser mi despacho, con la gabardina abierta y el collar de perro. Debajo, con una letra más elaborada de lo habitual, no había una pregunta. Solo una hora y una fecha: "Jueves. 19:30 h."

No dijo una palabra. Solo me miró fijamente, con una intensidad que no dejaba lugar a dudas. La invitación era clara, la localización, obvia. Y en ese instante, supe que no podía rechazarla. La lucha interna había terminado. El deseo había ganado.

Los días y las horas hasta el jueves a las siete y media se arrastraron con una lentitud exasperante. La espera era casi una tortura, cada minuto un recordatorio del encuentro prometido. Finalmente, llegó el día. A las siete y media, justo después de una tediosa reunión con los padres de un alumno, me dirigí a mi despacho. Mientras caminaba por los pasillos, mis ojos escudriñaban cada rincón, asegurándome de que no quedara nadie, que el instituto estuviera vacío y silencioso, listo para nosotros. Al llegar a la puerta de mi despacho, vi a Pablo acercándose por el pasillo frente a mí. Una sonrisa de anticipación se dibujó en su rostro, y no pude evitar devolverle una sonrisa cómplice y cargada de un deseo apenas contenido.

Buenas tardes, Srta. Luz.

Buenas tardes, Pablo.

Entramos en el despacho, y en cuanto la puerta se cerró tras nosotros, Pablo me ordenó:

Desnúdate, perra.


Mientras me deshacía de la ropa, vi cómo sacaba el collar y la cadena de su mochila, con una calma que me erizó la piel. Cuando estuve completamente desnuda, su voz grave resonó de nuevo:

Ven aquí.

Me acerqué a él, sintiendo la familiaridad de la sumisión, y él me puso el collar con la cadena. Luego, tirando suavemente de ella, pronunció las palabras que ya ansiaba escuchar:

Vamos a pasear.

Vi que abría la puerta del despacho, lo que me asustó un poco.

¿No querrás pasear por el instituto? — le pregunté.

Sí, eso es lo que haremos. Y buscaremos un lugar adecuado para follarte.

No podemos hacer eso, aquí no, hay cámaras, nos verán.

No te preocupes, las cámaras las apagan cuando cierran el colegio — dijo tratando de tranquilizarme.

Así que, finalmente, salimos al pasillo. Pablo tiraba de la cadena, guiándome por los silenciosos corredores del instituto. Sentía una mezcla extraña de vergüenza y una punzada de emoción, cruzando los dedos y rezando para que de verdad las cámaras de vigilancia estuvieran apagadas.

Nos detuvimos frente al despacho del director. Pablo me atrajo un poco más cerca y susurró, su voz cargada de un picante desafío:

¿Qué te parece? Sería un buen lugar para follarte, sobre la mesa del director.

No, Pablo, ahí no, por favor.

Pablo pareció apiadarse de mí, o al menos eso quise creer, y continuamos nuestro camino por los pasillos del instituto. Llegamos al gimnasio y, al detenernos frente a la puerta, su rostro se iluminó con una idea.

Siempre he querido hacerlo en el vestuario. Ven, vamos.

Pablo tiró de la cadena y lo seguí. Entramos al gimnasio y, tras cruzarlo de un lado a otro, nos adentramos por una de las puertas que llevaban al vestuario. Allí, Pablo me condujo directamente hacia las duchas.

Creo que este es el lugar perfecto — dijo Pablo con cierta satisfacción.

Vi que de su mochila sacaba algo: un par de esposas.

Tus manos, perra — ordenó, y la frialdad en su voz me hizo un nudo en el estómago.

Le ofrecí mis muñecas, y él las aseguró con un click metálico. Luego, cogió una cadena, la deslizó a través de las esposas y me llevó bajo una de las duchas. Me hizo elevar los brazos, y pasó la cadena por encima de la alcachofa, dejándome suspendida. Mis pies apenas tocaban el suelo, solo las puntas de mis dedos rozaban el frío azulejo. La tensión de mis brazos estirados y la exposición total de mi cuerpo me hicieron jadear.

Perfecta — murmuró, sus ojos recorriéndome con una complacencia que me encendió por dentro.

Suspiré, mi aliento atrapado en la garganta al ver cómo se acercaba a mí.

Hoy tengo muchas ganas de jugar, de tomarme mi tiempo para hacerte gritar y suplicarme más — susurró, y sus dedos comenzaron a trazar un camino suave por mi piel, una caricia apenas perceptible que encendió un reguero de anticipación.

Después, se detuvo en mis pechos. Sus manos los amasaron con una posesividad deliciosa, y sus pulgares y dedos pellizcaron mis pezones con una vehemencia que me arrancó un gemido ahogado. Cada roce, cada apretón, era una promesa de lo que vendría.

Sus dedos continuaron su danza sobre mis pezones, retorciéndolos y estirándolos hasta que se endurecieron por completo, dolorosamente sensibles. Mis gemidos eran ahora más audibles, resonando en el eco frío de las duchas. Pude sentir el ardor extenderse por mi pecho, bajando por mi abdomen, mientras mis muslos se tensaban involuntariamente.

Él sonrió, una sonrisa lenta y depredadora que me hizo temblar. Bajó sus manos por mi vientre, sus pulgares rozando mi ombligo, y luego se detuvo justo encima de mi sexo. No me tocó de inmediato, sino que sus dedos apenas flotaron sobre mi clítoris, la cercanía de su toque enviando oleadas de anticipación por todo mi cuerpo. Mi sexo se hinchó, palpitante y húmedo, rogando por ser tocado.

¿Ansiosa, perra? — su voz era un ronroneo bajo, apenas audible, pero cada palabra se clavó en mí.

Me moví un poco, intentando acercarme, pidiendo su toque sin palabras. Él se rio suavemente, una risa que me recorrió la piel. Finalmente, sus dedos se posaron. Primero, un roce ligero sobre el clítoris, que me hizo jadear. Luego, una presión suave, y un dedo comenzó a explorar, dibujando círculos lentos y metódicos alrededor de mi entrada, ignorando por un momento la parte que más clamaba por su atención. La frustración y el placer se mezclaban en un cóctel embriagador.

Mis caderas se balanceaban instintivamente, buscando presionar más contra su mano, pero él me lo negó. Su dedo continuó su tortura dulce, rodeando mi clítoris sin tocarlo directamente, haciendo que la tensión aumentara hasta un punto insoportable. Jadeos entrecortados escapaban de mi garganta, y mis piernas, aún estiradas, temblaban visiblemente. Sentía cada fibra de mi cuerpo clamando por ese contacto directo, por la liberación.


Pablo se inclinó hacía mí, su aliento cálido en mi oreja.

No tan rápido, perra — susurró, y luego, para mi sorpresa, hundió no solo un dedo, sino dos, profundamente dentro de mí.

Los movió con una lentitud exasperante, estirándome y llenándome, mientras su pulgar finalmente se posó sobre mi clítoris. La combinación de la penetración y la presión externa me hizo gemir con fuerza, un sonido que resonó en las baldosas de la ducha.

Sus dedos comenzaron a trabajar con pericia. Los de dentro se movían con un ritmo constante, explorando cada centímetro, mientras su pulgar frotaba mi clítoris con una intensidad creciente. La sangre me bullía en las venas, y el placer se volvió casi doloroso. Mis muslos se apretaron contra sus manos, mis pezones, hinchados, duros como piedras por la excitación. La vergüenza de estar tan expuesta y tan descontrolada se fundía con una oleada de excitación pura, arrastrándome sin remedio. Ya no era yo; era solo un cuerpo a su merced, anhelando el siguiente toque, la siguiente embestida. La necesidad de liberar la presión se volvió abrumadora.

Mis jadeos se volvieron un gemido constante, mi cuerpo curvándose contra la fuerza que me mantenía suspendida. Los dedos de Pablo, expertos y crueles en su pericia, trabajaban sin descanso, alternando la presión sobre mi clítoris con la profundidad de los dedos dentro de mí. Sentía cada fibra de mi ser vibrar con la urgencia del orgasmo, una ola gigantesca que se formaba en mi interior, amenazando con arrasarlo todo. Mis muslos se tensaron hasta el punto del dolor, mis pezones, ahora duros y doloridos, rozaban el aire.

Él lo supo. Pudo sentir la tensión en mi cuerpo, la forma en que mis caderas se empujaban inconscientemente contra su mano. Se inclinó de nuevo, su aliento caliente y agitado sobre mi oído.

Grita mi nombre, perra — ordenó, y la fuerza de su voz, combinada con la presión insoportable, me empujó al abismo.

Un grito desgarrador, mitad placer, mitad agonía, escapó de mi garganta. Mi cuerpo se arqueó violentamente, mi espalda tensa, mientras el orgasmo me sacudía con una intensidad brutal. Convulsiones incontrolables me recorrieron, haciéndome temblar de pies a cabeza, y sentí un torrente de calor expandirse desde mi centro, empapando mis muslos. Mis ojos se cerraron con fuerza, el mundo girando en una espiral de sensaciones.

Cuando las últimas sacudidas disminuyeron, me quedé colgando, exhausta, mi cuerpo aún palpitante, pero la mente en una especie de bruma placentera. La humedad entre mis piernas era una prueba innegable de mi total rendición. Pablo me observó por un momento, sus ojos brillando con una satisfacción palpable. No hubo palabras de consuelo, ni gestos de liberación. En su lugar, el silencio se rompió con el sonido metálico de su cremallera. Sacó su polla erecta, pulsante, y la acercó lentamente a mi sexo, aún sensible y tembloroso por el reciente orgasmo.

Sentí el calor de su miembro rozando mi clítoris, el vello de su pubis cosquilleando mi piel. No hubo prisa, solo una deliberada anticipación. Pablo no me penetró de inmediato; en cambio, la deslizó suavemente por mi vulva, explorando mi humedad, restregando el glande por mis labios mayores con una lentitud que prometía un placer aún más intenso. Mis caderas actuando casi por inercia intentaban una y otra vez elevarse para buscarlo, pero él mantenía el control, negándome la entrada directa.

¿Quieres más, perra? — susurró, su voz ronca y cercana a mi oído, mientras continuaba su tortura deliciosa, cada roce más insoportable que el anterior. La tensión volvía a crecer, una nueva oleada de deseo se alzaba en mí.

Mis caderas se arquearon de nuevo, un movimiento desesperado.

Sí, Señor, sí — jadeé, mi voz rota, apenas reconocible. La necesidad de sentirlo dentro era una punzada constante, superando cualquier vergüenza o miedo. Quería su peso, su calor, la plenitud que solo él podía ofrecerme.

Pablo sonrió, un destello oscuro en sus ojos mientras multiplicaba mi tortura. Su polla, dura y palpitante, continuaba rozando mis labios, subiendo y bajando, una y otra vez, sin penetrarme del todo. Era una promesa cruel, una caricia que me llevaba al borde de la locura. Sentía mi sexo tan empapado que el roce era casi resbaladizo, pero la falta de una penetración completa era una agonía exquisita.

De repente, con un gemido grave, Pablo empujó. Un solo movimiento, firme y decidido, y su polla se deslizó dentro de mí, llenándome por completo. Un grito ahogado escapó de mis labios al sentir la familiar sensación de su longitud y grosor expandiéndose en mi interior. Mis músculos se contrajeron a su alrededor, abrazándolo con avidez.

Sus manos se aferraron a mis caderas, y comenzó a embestir, lento al principio, cada empuje una exploración profunda que me arrancaba suspiros. Luego, el ritmo se aceleró, sus movimientos se volvieron más potentes y urgentes. Mis pies, apenas tocando el suelo, se movían inútilmente, y mis brazos, estirados, temblaban por el esfuerzo y el placer. Era una danza salvaje, un vaivén primario bajo las frías duchas, donde yo era completamente suya, atada y poseída.

El eco de cada estocada de Pablo resonaba en el vestuario, un ritmo primitivo que me arrastraba más y más profundo en el placer. Mis músculos internos se apretaban a su alrededor, abrazando su polla con una avidez que me sorprendía a mí misma. Mis gemidos, ahora, eran menos un ruego y más una expresión pura de la dicha que me invadía, ahogados a veces por el aliento agitado que se escapaba de mi propia garganta. La frialdad del aire contrastaba con el fuego que ardía dentro de mí, una contradicción deliciosa que intensificaba cada sensación.

Mis brazos, estirados por las esposas, comenzaban a dolerme, pero el dolor era una punzada insignificante comparada con la vorágine de placer que me consumía. Mis pies, en puntillas, se esforzaban por alcanzar el suelo, una lucha inútil que solo aumentaba mi vulnerabilidad. Podía sentir el roce de su piel contra la mía, el sudor de nuestros cuerpos mezclándose. Él no apartaba la mirada de la mía, sus ojos fijos en los míos, absorbiendo cada reacción, cada temblor de mi cuerpo. Su sonrisa se ensanchó, una expresión de puro triunfo.

La velocidad de sus embestidas se disparó. Me empujaba sin piedad, cada impacto más fuerte, más profundo. Mi mente se nubló, ya no había pensamientos, solo sensaciones. Mi cuerpo se tensó al límite, mi sexo palpitando con una intensidad insoportable. Sabía lo que venía, lo sentía arrastrándose desde lo más profundo de mi ser. Un grito desgarrador, lleno de éxtasis, se liberó de mis labios mientras mis caderas se contraían en espasmos incontrolables. El orgasmo me sacudió con una fuerza abrumadora, y justo cuando mis convulsiones empezaban a calmarse, Pablo soltó un gruñido profundo y se corrió dentro de mí, caliente y abundante, sus espasmos uniéndose a los míos.

El eco de nuestros gemidos se disipó lentamente en el vestuario, dejando un silencio denso y cargado. Mi cuerpo, aún colgado, temblaba con las últimas sacudidas del orgasmo, y el sudor se mezclaba con la humedad entre mis muslos. Sentí el peso de Pablo retirarse de mí, su aliento caliente ya no en mi cuello. El alivio de la liberación era tan abrumador como la vergüenza que comenzaba a asomarse.

Él no dijo nada, simplemente me observó por un momento. Sus ojos, antes llenos de una autoridad ardiente, ahora reflejaban una calma satisfecha, casi distante. El silencio se prolongó, y cada segundo me parecía una eternidad. Pablo se alejó unos pasos de mí, sacando su telefono del bolsillo, me hizo una foto.

¿Para que me haces una foto?— inquirí.

No te preocupes, es para uso personal, para masturbarme con ella cada vez que se me ponga dura recordando este momento.

Volvió a guardarse el móvil y volvió a donde yo estaba. Finalmente, escuché el tintineo metálico de las esposas. Pablo las abrió, y mis brazos, doloridos y cansados, cayeron a mis costados. Me sentí desorientada por un instante, el suelo firme bajo mis pies pareciendo ajeno después de haber estado suspendida.

Me giré lentamente, encontrando su mirada. No había juicio en sus ojos, solo una comprensión tácita. Él se abrochó el pantalón con parsimonia. Pablo me entregó el collar y la cadena, y esta vez, no me los puso. Simplemente los dejó en mi mano.

Salimos del vestuario, cruzamos el gimnasio en silencio y regresamos a los pasillos oscuros del instituto. Al llegar a mi despacho, él no entró. Se quedó en el umbral.

Nos vemos, Señorita Luz — dijo, y la familiaridad en el "Señorita Luz" ahora era un secreto compartido, un lazo invisible que nos unía.

Hasta mañana, Pablo — respondí, mi voz apenas un susurro, mientras él se daba la vuelta y se alejaba por el pasillo, su figura desvaneciéndose en la penumbra.

Me quedé allí, inmóvil, el collar y la cadena aún en mi mano. El silencio del instituto era profundo, solo roto por el eco distante de sus pasos. Cerré la puerta de mi despacho, y el peso de lo que acababa de suceder se posó sobre mí. Exhausta, excitada y confundida, solo podía preguntarme qué otra "lección" tendría Pablo preparada para la próxima vez.

Me vestí despacio, cada prenda cayendo sobre mi piel con una lentitud inusual, mientras mi mente aún procesaba lo ocurrido. De pronto, el sonido de mi teléfono móvil sobre la mesa me sacó de mis pensamientos. Lo tomé, y al ver la pantalla, un escalofrío me recorrió: era el director.

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