CAPITULO 1.
(SANTI)
Cerré los ojos ante aquella visión, no podía ser, tenía ante mí a la mujer más hermosa que nunca antes hubiera visto y a la causante de todos mis dolores de cabeza. Estela, estaba frente a mí, sentada en la silla que tenía al otro lado de la mesa, tenía las piernas cruzadas y me enseñaba descarada más de media pierna, pues la minifalda que llevaba se le había subido bastante. Traté de mirar hacía otro lado, pero me choqué con sus pechos, perfectamente colocados dentro de aquella blusa de pronunciado escote en uve.
— Sr. Guzmán, ¿ha terminado ya?
— ¿¡Eh!? Sí, claro — le respondí, aún distraído por su hermosa figura.
— Sr ¿está usted bien? — me preguntó visiblemente preocupada.
Se acercó a mi, poniéndose a mi lado, mientras cogía el vaso y la jarra.
— Sí, estoy bien Estela, no te preocupes.
Estela era mi becaría, estaba allí realizando las practicas correspondientes a su último año de instituto. Y desde la primera vez que la vi, me quedé prendado de ella.
Sentí el olor de su perfume y traté de ponerme en pie, aquella chiquilla, a pesar de su juventud, me causaba una excitación que hacía mucho tiempo que nadie conseguía causarme. Logré ponerme en pie diciéndole:
— Vuelve a tu mesa, Estela.
La tenía frente a mí, y su mano rozó la mía. No me veía capaz de resistirme más. Desde el primer día que entró en mi despacho, Estela se convirtió en el mayor de mis dolores de cabeza, se convirtió en el objeto de mi deseo, pero era una alumna en prácticas y no podía, no debía… Además yo era su superior, el redactor jefe de la sección de economía en aquel periódico de tirada nacional.
— No sé, Sr. Guzmán, usted, creo que me necesita aquí — dijo, rozando mi mano con uno de sus dedos muy suavemente y pegándose más a mí.
Sin duda, estaba decidida a ir un paso más allá. En realidad, y desde el primer momento, ella nunca había ocultado que se sentía atraída por mí, más bien, todo lo contrario, pero yo había desoído todas sus señales o por lo menos lo había intentado, pero uno es humano y a veces, es difícil resistirse.
— Estela, por favor, no me pongas en un aprieto, eres demasiado joven.
Aún no había cumplido los 18 años y yo ya pasaba de la treintena, aquello no estaba bien. Me rodeó con sus brazos por el cuello pegando su cuerpo al mio. Mi sexo enseguida reaccionó.
— Lo ve Sr. Creo que necesita mi ayuda más que nunca.
— Estela, tu no sabes…
Me puso su dedo indice sobre mi boca para que callara.
— Yo sé muchas cosas de usted, Sr. Guzmán, entre ellas que le gusta tratar a su novia como a una sumisa.
Mi sexo volvió a brincar bajo mis pantalones al oír la palabra sumisa en sus labios.
— Pero tú no eres mi novia, Estela — traté de quejarme.
— Pero lo voy a ser — dijo ella valiente — Sé que le gusto y que se muere por mis huesos.
Y tenía toda la razón, pero… era tan joven.
— Tienes razón — le dije — me gustas, pero soy tu jefe y tú sólo tienes 17 años.
Se movió restregando su pelvis contra la mía. Sin duda estaba decidida a hacerme caer en la tentación.
— A mi no me importa la diferencia de edad, ¿a usted sí?
Y entonces, sin que me lo esperara me besó, introdujo su lengua dentro de mi boca y me saboreó. Sin duda, era descarada, decidida y valiente. Como pude, traté de apartarla y cuando lo logré me quejé:
— Estela, puede entrar alguien y pillarnos.
— Lo dudo Sr., seguro que ya se han ido casi todos — dijo mostrando su reloj.
Eran casi las seis y media, así que tenía razón, probablemente a aquella hora, ya se habrían ido todos. No podía aguantar más, la deseaba como nunca, por eso, la cogí de los hombros, le dí media vuelta y la empujé de bruces contra la mesa.
— ¿Es esto lo que quieres? — le pregunté, mientras sujetaba sus manos en su espalda, pegando mi cuerpo al suyo y trataba de bajarle las braguitas.
Un gemido de excitación salió de su garganta y en un jadeo musitó:
— Sí, Sr.
Sin duda, sabía o alguien le había dicho que cada vez que me llamaba Sr, mi excitación aumentaba un grado, porque no había parado de repetirlo constantemente.
— ¿Quieres que te folle? ¿Eso es lo que quieres? — Casi grité visceral.
— Sí, sí, Sr. — Respondió ella descarada.
Acaricié su sexo húmedo con mis dedos, ella también estaba excitada. Me bajé la cremallera del pantalón, saqué mi polla erecta y sin más preámbulo la acerqué a su húmedo sexo. Oí como gemia, encendiendo más mi deseo. Empujé, introduciéndome en ella, y entonces, fuimos ambos los que jadeamos. Por fin, la tenía debajo de mí, la tenía como había deseado durante aquellos largos meses. Empecé a moverme, al principio con una lentitud casi agónica, un vaivén suave que pronto se reveló insuficiente para la creciente necesidad de ambos. Así que aceleré el ritmo, empujando con más fuerza y determinación dentro de ella. Cada embestida me sumergía más profundamente en el cálido y húmedo refugio de su sexo, y sentí cómo el mío se hinchaba, palpitando con una urgencia incontrolable. La tensión se acumulaba, y justo cuando ella percibió que estaba al borde del abismo, a punto de alcanzar el clímax, me avisó:
— No sé corra dentro Sr, dentro no.
Saqué mi sexo de ella, justo en el instante en que mi polla empezó a echar el blanquecino líquido, y me corrí sobre su espalda, dejándola perdida. Cuando terminé, le introduje un par de dedos en su húmedo sexo y los moví dentro y fuera, dentro y fuera hasta que también ella se corrió llenándome con sus jugos.
Cuando ambos empezamos a recuperarnos de aquel apasionado momento, fue cuando me di cuenta.
— Estela, esto no tenía que haber pasado.
— No empieces con eso Santi, yo te gusto y tú me gustas, ¿que hay de malo en lo que acabamos de hacer?
De repente, el "Sr. Guzmán" desapareció de su boca, reemplazado por mi nombre a secas. Supuse que lo que acabábamos de hacer le había otorgado esa familiaridad, esa confianza recién adquirida.
— Ya te lo he dicho, Estela — mi voz era un susurro tenso, casi una súplica, mientras intentaba mantener la distancia—. Eres mi becaria, y además, menor de edad. ¿Entiendes las graves consecuencias si esto llega a oídos del instituto? ¿O la devastadora reacción de tus padres si lo descubren? Podría perderlo todo... y tú también.
— Mira, Santi, nadie tiene por qué saberlo — respondió ella, dando un paso hacia mí, con una determinación que me desarmaba —. Yo no diré nada, lo juro. Además, en nada cumplo los dieciocho, y entonces ya no podrán decirme absolutamente nada. Me gustas, Santi, me gustas de verdad, y sé que yo también te gusto. Lo siento en cada fibra de mi ser. Quiero ser tu sumisa, y sé que estás buscando una. Lo sé.
— ¡Basta! — le espeté, la voz quebrándose a pesar de mi esfuerzo por mantenerla firme. Era una batalla perdida contra mí mismo —. ¡Vístete y sal de aquí! Ahora.
Su rostro se descompuso, un torbellino de contradicción y dolor se reflejó en sus ojos, que se llenaron de lágrimas no derramadas.
— Pero, Santi… — su voz era un hilo, una herida abierta.
— ¡He dicho que te vayas! — grité de nuevo, la desesperación tiñendo mis palabras, mientras me abrochaba los pantalones con manos temblorosas, intentando aferrarme a la poca cordura que me quedaba.
Aquello había sido un error. Un grave error que no pensaba repetir jamás.
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