jueves, 10 de julio de 2025

DESEO OCULTO 4

Ven a mi despacho ahora mismo me ordenó sin preámbulos.

Mi corazón se disparó, latiendo a mil por hora. ¿Le habría gustado la escena con Pablo en las duchas del gimnasio? Caminé por el pasillo, los nervios a flor de piel, hasta su despacho. La puerta estaba abierta cuando llegué, y lo encontré sentado tras su mesa, su figura imponente.

¿Señor? — logré musitar, la voz apenas saliendo de mi garganta.

Entra. Lo has hecho muy bien, mi sumisa. Lo tienes justo donde lo queríamos. Me encanta verte follar con él. Es justo lo que yo quería — su voz ronroneó, disipando de golpe el nudo de miedo que había sentido. Una sonrisa satisfecha se extendió por mi rostro; complacer a mi Amo era mi mayor recompensa.

Ven aquí, mi sumisa.

Me acerqué a él, mis pasos firmes, y me senté sobre la superficie fría de la mesa mientras él permanecía en su silla, observándome. Abrió mis piernas con suavidad, y su rostro se acercó a mi sexo. Inspiró profundamente, sus fosas nasales dilatándose.

¡Uhm, hueles a su sexo! su voz se volvió grave, casi gutural. Metió dos dedos entre los pliegues húmedos de mi carne, penetrándome con una lentitud que me hizo gemir. Su semen aún está ahí. Buff, me pongo tieso solo de pensarlo. Baja.

Bajé de la mesa al instante, dándole la espalda. Sabía perfectamente lo que quería, lo que estaba a punto de hacer.

Sentí sus manos en mis caderas, atrayéndome hacia él hasta que su erección se posó firme contra mis nalgas. El roce era una promesa, un fuego que se encendía de nuevo con la familiaridad de su deseo. Sus dedos exploraron la hendidura entre mis nalgas, untándome con el rastro húmedo de mi anterior encuentro. Un gemido se escapó de mis labios cuando el pulso de su polla me rozó, una invitación que no pude ignorar.

Luego, con un empuje lento y deliberado, sentí cómo se deslizaba dentro de mí. Suspiré, el aire atrapado en mis pulmones mientras me llenaba. Él no se movió de inmediato, solo me sostuvo con fuerza, permitiendo que la sensación de estar unidos de nuevo me invadiera por completo. La lentitud era una tortura deliciosa, cada segundo una eternidad de anticipación.

Eres solo mía, sumisa. Y te gusta, ¿verdad? — susurró, su voz ronca contra mi oído, mientras comenzaba a moverse, sus embestidas firmes y rítmicas. Cada empuje me obligaba a inclinarme más sobre la mesa, mis manos apoyadas en el frío pulido de la madera, mi cuerpo respondiendo sin control a su voluntad.

Sí, soy tuya, Señor — confirmé. Aunque empezaba a sentir que ya no era así, algo había cambiado, sus juegos, hacer que me acostara con otros hombres estaba haciendo que nuestra relación se resquebrajara, que lo que sentía por él se diluyera. Además, estaba Pablo y la conexión que tenía con él, que cada vez se hacía más grande, más fuerte, y me satisfacia más.


El ritmo de sus embestidas se hizo más urgente, llenando el despacho con el sonido de nuestros cuerpos unidos, el jadeo de mi aliento y sus propios gruñidos de placer. Mis manos se aferraban a la mesa de madera, mis nudillos blanquecinos por la tensión, mientras mis caderas se alzaban para encontrar cada uno de sus movimientos. La gabardina, arrugada sobre mi cintura, apenas ofrecía una barrera contra la frialdad del aire en mi piel expuesta, una contradicción que solo avivaba el fuego dentro de mí.

Cada embestida profunda era un recordatorio de su poder, de su posesión, y en medio de la humillación que se avecinaba fuera de estas paredes, aquí, en la intimidad de su despacho, me sentía extrañamente segura, completamente suya. Mis músculos internos se contraían a su alrededor, absorbiendo cada centímetro de su polla, y el placer se acumulaba, una ola imparable que amenazaba con arrastrarme.

Él lo sintió. Su ritmo se intensificó aún más, una furia desenfrenada que me llevó al límite. Mis piernas temblaron incontrolablemente, y un grito ahogado escapó de mi garganta mientras el orgasmo me sacudía con una violencia exquisita. Mi cuerpo se arqueó, la espalda tensa, y sentí un torrente de calor expandirse desde mi centro, empapando la superficie de la mesa. Justo cuando mis convulsiones empezaban a calmarse, Fernando soltó un gemido gutural y profundo, su cuerpo se tensó contra el mío, y se corrió dentro de mí, caliente y abundante.

Permanecimos un momento, unidos, jadeando, el único sonido en el despacho el de nuestras respiraciones agitadas. El silencio se posó, denso y cargado con el eco de nuestra pasión. Lentamente, él se retiró, el aire frío golpeando mi piel donde antes había estado su calor. No hubo palabras, solo una mirada intensa que lo decía todo: la posesión, el placer, y la inminente tempestad que enfrentaríamos juntos, o por separado. Me ayudó a bajar de la mesa y, sin más, me ajusté la gabardina, sintiendo el peso de la realidad volver sobre mis hombros

Puedes irte a casa, Luz — dijo, su voz ya recuperando el tono formal de director. — Nos vemos mañana.

Hasta mañana, Señor.

Salí del despacho sintiendo el peso de su mirada en mi espalda, pero también una extraña ligereza. La adrenalina aún corría por mis venas, mezclada con el agotamiento. El instituto estaba sumido en un silencio opresivo, y la caminata hacia la salida se sintió como un sueño. Al llegar a mi apartamento, me desplomé en el sofá, intentando procesar la avalancha de emociones y los eventos de las últimas horas. Estaba agotada, y sólo quería meterme en la cama y descansar. Me tomé un pequeño sándwich para cenar y me fui directamente a la cama.

A la mañana siguiente, me levanté sintiéndome extrañamente renovada, como si la noche anterior hubiera purificado algo en mi interior. Una ducha caliente despejó los últimos vestigios de sueño, y me vestí con la certeza de que este día no sería como los demás. Mi mente bullía con la anticipación de lo que Pablo y Fernando me tendrían reservado. Era cierto que, desde que Pablo había asumido su rol de "Amo" en nuestros encuentros, la figura de Fernando, mi otro Amo y director, comenzaba a desdibujarse un poco en el primer plano de mis fantasías.

Cuando llegué al instituto, mi corazón ya palpitaba con una excitación inusual. Cada paso por el pasillo era una pregunta, una expectativa de lo que el día depararía. No tardaría en obtener respuestas. Al entrar en mi clase, mis ojos buscaron a Pablo, y al encontrarlo, me recibió con una sonrisa radiante, un destello de pura satisfacción en sus ojos.

Buenos días, Srta. Luz, hoy la veo más guapa — dijo, su voz un susurro que solo yo podía descifrar entre el murmullo de los alumnos.

Gracias, Pablo. Todos a sus lugares, vamos a empezar la clase — respondí, mi voz profesional, pero mi interior vibraba con la complicidad de su mirada. El juego continuaba, y la emoción de lo prohibido me consumía.

La clase transcurrió con la habitual monotonía, al menos en apariencia. Mi mente, sin embargo, estaba lejos de las lecciones, expectante. Pablo, sentado en la tercera fila, parecía concentrado en sus apuntes, pero sus ojos brillaban con una picardía apenas contenida cada vez que nuestras miradas se cruzaban. El tiempo se estiraba, y la anticipación me carcomía por dentro.

Entonces, casi al final de la hora, ocurrió. Pablo se levantó para "afilar su lápiz" y, al pasar por mi escritorio, dejó caer disimuladamente un pequeño trozo de papel. Mi corazón dio un vuelco. Lo recogí con rapidez, mis dedos rozando la suave textura, y lo desdoblé discretamente bajo el pupitre. La caligrafía de Pablo era inconfundible: "Biblioteca. 19:30. Ponte la gabardina." Un escalofrío me recorrió. La cita estaba confirmada.

jueves, 3 de julio de 2025

DESEO OCULTO 3

Los días siguientes se convirtieron en un extraño juego de apariencias. En el aula, yo era la Señorita Luz, la profesora de siempre, y Pablo, un alumno más, aunque mis ojos siempre lo encontraban entre la multitud. Cada vez que alzaba la voz para explicar algo, me preguntaba si él recordaría cómo esa misma voz había gemido su nombre. La tensión secreta era una corriente eléctrica sutil, invisible para los demás, pero palpable para nosotros. Mis noches se llenaron de sueños vívidos, ecos de la gabardina, la cadena y sus órdenes. Me encontraba releyendo viejos apuntes, pero mi mente divagaba hacia los dibujos en su cuaderno, la audacia de su arte, la forma en que había convertido mis fantasías más ocultas en una realidad tangible.

La rutina diaria, antes predecible, ahora estaba salpicada de micro-momentos de anticipación. ¿Me lo cruzaría en el pasillo? ¿Me dedicaría otra de esas sonrisas enigmáticas? Mi cuerpo, antes tan familiar, se sentía distinto, más consciente de sí mismo, de sus deseos. La sumisa que había surgido en el parque no se había ido; esperaba paciente bajo la superficie, lista para responder a la más mínima señal.

Una semana después, la señal llegó. Había terminado mis clases y me dirigía a la cafetería para un café rápido. Al pasar por la sala de arte, vi a Pablo. Estaba solo, terminando un boceto. Al verme, levantó la mirada y, con una sonrisa que me encogió el estómago, desdobló una hoja de papel que tenía sobre el caballete. Era un dibujo. Yo, de nuevo, arrodillada, pero esta vez, en lo que parecía ser mi despacho, con la gabardina abierta y el collar de perro. Debajo, con una letra más elaborada de lo habitual, no había una pregunta. Solo una hora y una fecha: "Jueves. 19:30 h."

No dijo una palabra. Solo me miró fijamente, con una intensidad que no dejaba lugar a dudas. La invitación era clara, la localización, obvia. Y en ese instante, supe que no podía rechazarla. La lucha interna había terminado. El deseo había ganado.

Los días y las horas hasta el jueves a las siete y media se arrastraron con una lentitud exasperante. La espera era casi una tortura, cada minuto un recordatorio del encuentro prometido. Finalmente, llegó el día. A las siete y media, justo después de una tediosa reunión con los padres de un alumno, me dirigí a mi despacho. Mientras caminaba por los pasillos, mis ojos escudriñaban cada rincón, asegurándome de que no quedara nadie, que el instituto estuviera vacío y silencioso, listo para nosotros. Al llegar a la puerta de mi despacho, vi a Pablo acercándose por el pasillo frente a mí. Una sonrisa de anticipación se dibujó en su rostro, y no pude evitar devolverle una sonrisa cómplice y cargada de un deseo apenas contenido.

Buenas tardes, Srta. Luz.

Buenas tardes, Pablo.

Entramos en el despacho, y en cuanto la puerta se cerró tras nosotros, Pablo me ordenó:

Desnúdate, perra.


Mientras me deshacía de la ropa, vi cómo sacaba el collar y la cadena de su mochila, con una calma que me erizó la piel. Cuando estuve completamente desnuda, su voz grave resonó de nuevo:

Ven aquí.

Me acerqué a él, sintiendo la familiaridad de la sumisión, y él me puso el collar con la cadena. Luego, tirando suavemente de ella, pronunció las palabras que ya ansiaba escuchar:

Vamos a pasear.

Vi que abría la puerta del despacho, lo que me asustó un poco.

¿No querrás pasear por el instituto? — le pregunté.

Sí, eso es lo que haremos. Y buscaremos un lugar adecuado para follarte.

No podemos hacer eso, aquí no, hay cámaras, nos verán.

No te preocupes, las cámaras las apagan cuando cierran el colegio — dijo tratando de tranquilizarme.

Así que, finalmente, salimos al pasillo. Pablo tiraba de la cadena, guiándome por los silenciosos corredores del instituto. Sentía una mezcla extraña de vergüenza y una punzada de emoción, cruzando los dedos y rezando para que de verdad las cámaras de vigilancia estuvieran apagadas.

Nos detuvimos frente al despacho del director. Pablo me atrajo un poco más cerca y susurró, su voz cargada de un picante desafío:

¿Qué te parece? Sería un buen lugar para follarte, sobre la mesa del director.

No, Pablo, ahí no, por favor.

Pablo pareció apiadarse de mí, o al menos eso quise creer, y continuamos nuestro camino por los pasillos del instituto. Llegamos al gimnasio y, al detenernos frente a la puerta, su rostro se iluminó con una idea.

Siempre he querido hacerlo en el vestuario. Ven, vamos.

Pablo tiró de la cadena y lo seguí. Entramos al gimnasio y, tras cruzarlo de un lado a otro, nos adentramos por una de las puertas que llevaban al vestuario. Allí, Pablo me condujo directamente hacia las duchas.

Creo que este es el lugar perfecto — dijo Pablo con cierta satisfacción.

Vi que de su mochila sacaba algo: un par de esposas.

Tus manos, perra — ordenó, y la frialdad en su voz me hizo un nudo en el estómago.

Le ofrecí mis muñecas, y él las aseguró con un click metálico. Luego, cogió una cadena, la deslizó a través de las esposas y me llevó bajo una de las duchas. Me hizo elevar los brazos, y pasó la cadena por encima de la alcachofa, dejándome suspendida. Mis pies apenas tocaban el suelo, solo las puntas de mis dedos rozaban el frío azulejo. La tensión de mis brazos estirados y la exposición total de mi cuerpo me hicieron jadear.

Perfecta — murmuró, sus ojos recorriéndome con una complacencia que me encendió por dentro.

Suspiré, mi aliento atrapado en la garganta al ver cómo se acercaba a mí.

Hoy tengo muchas ganas de jugar, de tomarme mi tiempo para hacerte gritar y suplicarme más — susurró, y sus dedos comenzaron a trazar un camino suave por mi piel, una caricia apenas perceptible que encendió un reguero de anticipación.

Después, se detuvo en mis pechos. Sus manos los amasaron con una posesividad deliciosa, y sus pulgares y dedos pellizcaron mis pezones con una vehemencia que me arrancó un gemido ahogado. Cada roce, cada apretón, era una promesa de lo que vendría.

Sus dedos continuaron su danza sobre mis pezones, retorciéndolos y estirándolos hasta que se endurecieron por completo, dolorosamente sensibles. Mis gemidos eran ahora más audibles, resonando en el eco frío de las duchas. Pude sentir el ardor extenderse por mi pecho, bajando por mi abdomen, mientras mis muslos se tensaban involuntariamente.

Él sonrió, una sonrisa lenta y depredadora que me hizo temblar. Bajó sus manos por mi vientre, sus pulgares rozando mi ombligo, y luego se detuvo justo encima de mi sexo. No me tocó de inmediato, sino que sus dedos apenas flotaron sobre mi clítoris, la cercanía de su toque enviando oleadas de anticipación por todo mi cuerpo. Mi sexo se hinchó, palpitante y húmedo, rogando por ser tocado.

¿Ansiosa, perra? — su voz era un ronroneo bajo, apenas audible, pero cada palabra se clavó en mí.

Me moví un poco, intentando acercarme, pidiendo su toque sin palabras. Él se rio suavemente, una risa que me recorrió la piel. Finalmente, sus dedos se posaron. Primero, un roce ligero sobre el clítoris, que me hizo jadear. Luego, una presión suave, y un dedo comenzó a explorar, dibujando círculos lentos y metódicos alrededor de mi entrada, ignorando por un momento la parte que más clamaba por su atención. La frustración y el placer se mezclaban en un cóctel embriagador.

Mis caderas se balanceaban instintivamente, buscando presionar más contra su mano, pero él me lo negó. Su dedo continuó su tortura dulce, rodeando mi clítoris sin tocarlo directamente, haciendo que la tensión aumentara hasta un punto insoportable. Jadeos entrecortados escapaban de mi garganta, y mis piernas, aún estiradas, temblaban visiblemente. Sentía cada fibra de mi cuerpo clamando por ese contacto directo, por la liberación.


Pablo se inclinó hacía mí, su aliento cálido en mi oreja.

No tan rápido, perra — susurró, y luego, para mi sorpresa, hundió no solo un dedo, sino dos, profundamente dentro de mí.

Los movió con una lentitud exasperante, estirándome y llenándome, mientras su pulgar finalmente se posó sobre mi clítoris. La combinación de la penetración y la presión externa me hizo gemir con fuerza, un sonido que resonó en las baldosas de la ducha.

Sus dedos comenzaron a trabajar con pericia. Los de dentro se movían con un ritmo constante, explorando cada centímetro, mientras su pulgar frotaba mi clítoris con una intensidad creciente. La sangre me bullía en las venas, y el placer se volvió casi doloroso. Mis muslos se apretaron contra sus manos, mis pezones, hinchados, duros como piedras por la excitación. La vergüenza de estar tan expuesta y tan descontrolada se fundía con una oleada de excitación pura, arrastrándome sin remedio. Ya no era yo; era solo un cuerpo a su merced, anhelando el siguiente toque, la siguiente embestida. La necesidad de liberar la presión se volvió abrumadora.

Mis jadeos se volvieron un gemido constante, mi cuerpo curvándose contra la fuerza que me mantenía suspendida. Los dedos de Pablo, expertos y crueles en su pericia, trabajaban sin descanso, alternando la presión sobre mi clítoris con la profundidad de los dedos dentro de mí. Sentía cada fibra de mi ser vibrar con la urgencia del orgasmo, una ola gigantesca que se formaba en mi interior, amenazando con arrasarlo todo. Mis muslos se tensaron hasta el punto del dolor, mis pezones, ahora duros y doloridos, rozaban el aire.

Él lo supo. Pudo sentir la tensión en mi cuerpo, la forma en que mis caderas se empujaban inconscientemente contra su mano. Se inclinó de nuevo, su aliento caliente y agitado sobre mi oído.

Grita mi nombre, perra — ordenó, y la fuerza de su voz, combinada con la presión insoportable, me empujó al abismo.

Un grito desgarrador, mitad placer, mitad agonía, escapó de mi garganta. Mi cuerpo se arqueó violentamente, mi espalda tensa, mientras el orgasmo me sacudía con una intensidad brutal. Convulsiones incontrolables me recorrieron, haciéndome temblar de pies a cabeza, y sentí un torrente de calor expandirse desde mi centro, empapando mis muslos. Mis ojos se cerraron con fuerza, el mundo girando en una espiral de sensaciones.

Cuando las últimas sacudidas disminuyeron, me quedé colgando, exhausta, mi cuerpo aún palpitante, pero la mente en una especie de bruma placentera. La humedad entre mis piernas era una prueba innegable de mi total rendición. Pablo me observó por un momento, sus ojos brillando con una satisfacción palpable. No hubo palabras de consuelo, ni gestos de liberación. En su lugar, el silencio se rompió con el sonido metálico de su cremallera. Sacó su polla erecta, pulsante, y la acercó lentamente a mi sexo, aún sensible y tembloroso por el reciente orgasmo.

Sentí el calor de su miembro rozando mi clítoris, el vello de su pubis cosquilleando mi piel. No hubo prisa, solo una deliberada anticipación. Pablo no me penetró de inmediato; en cambio, la deslizó suavemente por mi vulva, explorando mi humedad, restregando el glande por mis labios mayores con una lentitud que prometía un placer aún más intenso. Mis caderas actuando casi por inercia intentaban una y otra vez elevarse para buscarlo, pero él mantenía el control, negándome la entrada directa.

¿Quieres más, perra? — susurró, su voz ronca y cercana a mi oído, mientras continuaba su tortura deliciosa, cada roce más insoportable que el anterior. La tensión volvía a crecer, una nueva oleada de deseo se alzaba en mí.

Mis caderas se arquearon de nuevo, un movimiento desesperado.

Sí, Señor, sí — jadeé, mi voz rota, apenas reconocible. La necesidad de sentirlo dentro era una punzada constante, superando cualquier vergüenza o miedo. Quería su peso, su calor, la plenitud que solo él podía ofrecerme.

Pablo sonrió, un destello oscuro en sus ojos mientras multiplicaba mi tortura. Su polla, dura y palpitante, continuaba rozando mis labios, subiendo y bajando, una y otra vez, sin penetrarme del todo. Era una promesa cruel, una caricia que me llevaba al borde de la locura. Sentía mi sexo tan empapado que el roce era casi resbaladizo, pero la falta de una penetración completa era una agonía exquisita.

De repente, con un gemido grave, Pablo empujó. Un solo movimiento, firme y decidido, y su polla se deslizó dentro de mí, llenándome por completo. Un grito ahogado escapó de mis labios al sentir la familiar sensación de su longitud y grosor expandiéndose en mi interior. Mis músculos se contrajeron a su alrededor, abrazándolo con avidez.

Sus manos se aferraron a mis caderas, y comenzó a embestir, lento al principio, cada empuje una exploración profunda que me arrancaba suspiros. Luego, el ritmo se aceleró, sus movimientos se volvieron más potentes y urgentes. Mis pies, apenas tocando el suelo, se movían inútilmente, y mis brazos, estirados, temblaban por el esfuerzo y el placer. Era una danza salvaje, un vaivén primario bajo las frías duchas, donde yo era completamente suya, atada y poseída.

El eco de cada estocada de Pablo resonaba en el vestuario, un ritmo primitivo que me arrastraba más y más profundo en el placer. Mis músculos internos se apretaban a su alrededor, abrazando su polla con una avidez que me sorprendía a mí misma. Mis gemidos, ahora, eran menos un ruego y más una expresión pura de la dicha que me invadía, ahogados a veces por el aliento agitado que se escapaba de mi propia garganta. La frialdad del aire contrastaba con el fuego que ardía dentro de mí, una contradicción deliciosa que intensificaba cada sensación.

Mis brazos, estirados por las esposas, comenzaban a dolerme, pero el dolor era una punzada insignificante comparada con la vorágine de placer que me consumía. Mis pies, en puntillas, se esforzaban por alcanzar el suelo, una lucha inútil que solo aumentaba mi vulnerabilidad. Podía sentir el roce de su piel contra la mía, el sudor de nuestros cuerpos mezclándose. Él no apartaba la mirada de la mía, sus ojos fijos en los míos, absorbiendo cada reacción, cada temblor de mi cuerpo. Su sonrisa se ensanchó, una expresión de puro triunfo.

La velocidad de sus embestidas se disparó. Me empujaba sin piedad, cada impacto más fuerte, más profundo. Mi mente se nubló, ya no había pensamientos, solo sensaciones. Mi cuerpo se tensó al límite, mi sexo palpitando con una intensidad insoportable. Sabía lo que venía, lo sentía arrastrándose desde lo más profundo de mi ser. Un grito desgarrador, lleno de éxtasis, se liberó de mis labios mientras mis caderas se contraían en espasmos incontrolables. El orgasmo me sacudió con una fuerza abrumadora, y justo cuando mis convulsiones empezaban a calmarse, Pablo soltó un gruñido profundo y se corrió dentro de mí, caliente y abundante, sus espasmos uniéndose a los míos.

El eco de nuestros gemidos se disipó lentamente en el vestuario, dejando un silencio denso y cargado. Mi cuerpo, aún colgado, temblaba con las últimas sacudidas del orgasmo, y el sudor se mezclaba con la humedad entre mis muslos. Sentí el peso de Pablo retirarse de mí, su aliento caliente ya no en mi cuello. El alivio de la liberación era tan abrumador como la vergüenza que comenzaba a asomarse.

Él no dijo nada, simplemente me observó por un momento. Sus ojos, antes llenos de una autoridad ardiente, ahora reflejaban una calma satisfecha, casi distante. El silencio se prolongó, y cada segundo me parecía una eternidad. Pablo se alejó unos pasos de mí, sacando su telefono del bolsillo, me hizo una foto.

¿Para que me haces una foto?— inquirí.

No te preocupes, es para uso personal, para masturbarme con ella cada vez que se me ponga dura recordando este momento.

Volvió a guardarse el móvil y volvió a donde yo estaba. Finalmente, escuché el tintineo metálico de las esposas. Pablo las abrió, y mis brazos, doloridos y cansados, cayeron a mis costados. Me sentí desorientada por un instante, el suelo firme bajo mis pies pareciendo ajeno después de haber estado suspendida.

Me giré lentamente, encontrando su mirada. No había juicio en sus ojos, solo una comprensión tácita. Él se abrochó el pantalón con parsimonia. Pablo me entregó el collar y la cadena, y esta vez, no me los puso. Simplemente los dejó en mi mano.

Salimos del vestuario, cruzamos el gimnasio en silencio y regresamos a los pasillos oscuros del instituto. Al llegar a mi despacho, él no entró. Se quedó en el umbral.

Nos vemos, Señorita Luz — dijo, y la familiaridad en el "Señorita Luz" ahora era un secreto compartido, un lazo invisible que nos unía.

Hasta mañana, Pablo — respondí, mi voz apenas un susurro, mientras él se daba la vuelta y se alejaba por el pasillo, su figura desvaneciéndose en la penumbra.

Me quedé allí, inmóvil, el collar y la cadena aún en mi mano. El silencio del instituto era profundo, solo roto por el eco distante de sus pasos. Cerré la puerta de mi despacho, y el peso de lo que acababa de suceder se posó sobre mí. Exhausta, excitada y confundida, solo podía preguntarme qué otra "lección" tendría Pablo preparada para la próxima vez.

Me vestí despacio, cada prenda cayendo sobre mi piel con una lentitud inusual, mientras mi mente aún procesaba lo ocurrido. De pronto, el sonido de mi teléfono móvil sobre la mesa me sacó de mis pensamientos. Lo tomé, y al ver la pantalla, un escalofrío me recorrió: era el director.

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sábado, 28 de junio de 2025

DESEO OCULTO 2

El zumbido monótono de las voces de mis alumnos llenaba el aula, pero para mí, aquel martes era todo menos normal. Me apoyé en mi escritorio, fingiendo revisar unos papeles, mientras mi mirada, casi por inercia, buscaba a Pablo. Él estaba allí, en su pupitre habitual, con la misma expresión concentrada de siempre, pero algo en el aire había cambiado irrevocablemente.

Cada vez que nuestros ojos se cruzaban, aunque fuera por una fracción de segundo, un escalofrío me recorría. Era una chispa casi imperceptible, un destello de complicidad prohibida que solo nosotros dos podíamos descifrar. Me obligaba a desviar la mirada rápidamente, a concentrarme en la pizarra, en las preguntas de otros alumnos, pero era inútil. La imagen de él arrodillado, su voz ronca... todo volvía una y otra vez.

Pablo, por su parte, parecía más tranquilo, casi victorioso. De vez en cuando, lo pillaba observándome, y una leve sonrisa, apenas un esbozo, se dibujaba en sus labios. Era una sonrisa que decía: "Sé lo que pasó. Y tú también". Su presencia en la clase era ahora una constante provocación, un recordatorio silencioso de la tarde anterior. Era como si el aire entre nosotros vibrara con la electricidad de un secreto compartido, y me preguntaba si era la única que lo sentía. La clase se arrastraba, cada minuto un eco del placer y la transgresión, y yo solo deseaba que terminara para poder ordenar mis pensamientos, o quizá... ceder de nuevo a la tentación.

Finalmente, el timbre sonó, liberándonos a todos del incómodo silencio de la clase. Los alumnos comenzaron a salir, y yo recogí mis cosas, intentando parecer ocupada. No quería que Pablo pensara que lo estaba esperando, aunque en el fondo, una parte de mí sí lo hacía. Me dirigí hacia la sala de profesores, pero apenas había avanzado unos pasos por el pasillo cuando lo vi. Él venía en dirección contraria, con una mochila colgada de un solo hombro, los auriculares colgando del cuello y esa expresión despreocupada que solo la juventud puede tener.

Nuestros ojos se encontraron. Esa leve sonrisa volvió a aparecer en sus labios, y esta vez, sentí un rubor subir por mis mejillas. No se detuvo, pero al pasar a mi lado, su mano rozó mi brazo de forma tan sutil que nadie más podría haberlo notado. Fue solo un segundo, un contacto fugaz, pero una chispa eléctrica recorrió mi piel. Justo cuando pensé que seguiría su camino, me susurró, con una voz tan baja que apenas la oí, pero lo suficientemente clara como para que se grabara en mi mente:

Señorita Luz, necesito hablar con usted.

Ven a última hora a mi despacho — le propuse sintiendo como mi sexo se excitaba con la sola idea de pensar que estaría de nuevo con él.

Ni siquiera sé por qué le hice esa petición. Sabía que no era una buena idea, que rayaba en la locura, pero el ardiente deseo de revivir lo que había sentido en nuestro primer encuentro me consumía por completo. Me había gustado, y lo quería de nuevo, con una intensidad que ignoraba toda razón.

Lo esperé en mi despacho. Las clases habían terminado hacía rato, y el silencio de un instituto vacío se extendía por los pasillos. Todos los alumnos y profesores se habían marchado, dejando atrás una calma que solo aumentaba mi nerviosismo. Oí sus pasos acercándose, lentos y deliberados, y mi corazón se aceleró al compás de cada uno. Luego, el suave repicar de sus nudillos en la puerta.

—Adelante — dije, mi voz apenas un susurro cargado de anticipación.

La puerta se abrió y él apareció, con una pequeña mueca de decepción cruzando su rostro. Cerró la puerta con la llave, el clic resonando en el silencio del despacho, mientras decía:

Pensé que me recibirías desnuda como la otra vez.

¡Oh, yo, no, lo siento, Señor! — respondí de inmediato, deslizándome de nuevo en mi papel de sumisa.

Desnúdate, vamos — me ordenó con firmeza — Hoy tengo un juego especial para ti.

Mis ojos fijos en los suyos. Me levanté de la silla, y empecé a desnudarme despacio, cada prenda que caía al suelo bajo su mirada atenta se sentía como una ofrenda. Él me observaba con una sonrisa lenta y satisfecha que me hizo arder la piel. Vi que llevaba una bolsa en su mano derecha, y cuando estuve completamente desnuda, su voz grave resonó en el silencio:

—Toma, ponte esto, vamos a dar una vuelta por el parque.


Tomé la bolsa, la curiosidad mezclada con una creciente excitación. De ella saqué una gabardina corta de color arena, de tela ligera. Me la puse, sintiendo cómo apenas rozaba mis muslos, una insinuación más que una cubierta, llegando justo por debajo de mis nalgas, dejando el resto de mi cuerpo deliciosamente expuesto a la imaginación.

—¿Quieres que salga así a la calle y que paseemos por el parque? — le pregunté con asombro y una punzada de miedo.

Así es, putita, quiero exhibirte, que vean la puta tan guapa que tengo — dijo con un deje de superioridad que me hizo temblar, una promesa de humillación pública que extrañamente me encendía.

No sabía que quería hacer, pero dejé que me llevara, que me guiara y me puse la gabardina. Vi que en el fondo de la bolsa había también un collar muy parecido a los que se usan para pasear a los perros y una cadena. Los sacó de la bolsa y me lo puso el mismo. Yo iba a protestar, pero él poniendo su dedo en mi boca dijo:

Ni una palabra, aquí mando yo, tu eres mi perra hoy y como tal te llevaré de paseo por el parque.

Aquella situación, aunque me intimidaba, también me excitaba por lo que dejé que lo hiciera. Salimos a la calle por la puerta trasera del colegio, para no ser vistos. Pablo me llevaba tirando de la cadena. Entramos en el parque, era un parque grande, lleno de vegetación y caminos laberínticos. Gracias a Dios, era ya tarde y empezaba a anochecer, por lo que no había mucha gente, pero los pocos que había nos miraban como si fuéramos extraterrestres. Sentí sus miradas, algunas de asco sobre mí, oí una pareja que pasó por nuestro lado, que ella le decía a él: ”Mira que tía más puta y con ese jovencito”. Pablo también había oído el comentario, se giró para mirarme y luego, al volverse, se puso tieso y con una expresión de orgullo y siguió tirando de mí por los caminos del parque.

El collar y la cadena se sentían extrañamente naturales alrededor de mi cuello. Cada vez que Pablo tiraba suavemente, un escalofrío me recorría. No era solo el frío del atardecer o la brisa que se colaba bajo la gabardina; era la mezcla de humillación y excitación que me invadía. Mis pasos se sincronizaban con los suyos, mis ojos, acostumbrados a mirar al frente con autoridad, ahora se mantenían más bajos, como esperando una señal, una orden.

Él no decía mucho. A veces, simplemente tiraba de la cadena en una dirección u otra, y yo obedecía. Podía sentir sus ojos sobre mí, disfrutando de la vista, del poder que ejercía. Era como si el collar fuera un interruptor, transformándome de profesora a algo más primal, más entregado a su voluntad. Escuchaba su respiración, el crujido de las hojas bajo nuestros pies, y el lejano murmullo de la ciudad que nos parecía ajeno.

En un momento, Pablo se detuvo bruscamente, me llevó fuera del camino, hacia un árbol, tras el que nos colocamos, él tiró de la cadena con más fuerza, haciéndome caer de rodillas sobre la hierba húmeda. Gracias a Dios, había unos matorrales que llegarían a media altura que nos tapaban un poco. Mi corazón se disparó. Pensé que me reñiría, que me castigaría, pero solo me miró con esa sonrisa enigmática.

— ¿Estás disfrutando de tu paseo, perra? — susurró, su voz baja y llena de una autoridad que me erizó la piel.

— Sí, Señor — respondí sintiendo como la excitación me recorría.

— Bien, pues ahora saca mi polla de ahí — dijo señalando su bulto bajo el pantalón — y chúpamela, perra.

Jadeé con excitación, moviendo mis manos temblorosas hacía su sexo, le desabroché el pantalón, primero el cinturón, después el botón y por último la cremallera. Su sexo saltó fuera del pantalón tejano. Lo cogí con una de mis manos, acariciándolo suavemente. Elevé mi mirada hacía Pablo y él desde su ojos autoritarios, me indicó que podía empezar. Acerqué mis labios, abriendo la boca, saqué la lengua y lamí el glande. Vi como Pablo se estremecía, y agachándose sobre mí, me desabrochaba los dos primeros botones de la gabardina.

— Así estás mas sexy, perra.

Un ruido me alertó. Pasos. Un miedo repentino me invadió y me aparté un poco de Pablo.

— ¡Ssshh! Tranquila, es un gato — susurró él, y luego, con la voz más grave — sigue con lo tuyo, perra.


Respiré hondo, intentando calmarme, y de nuevo acerqué mi boca a su glande, lamiéndolo con una suavidad que prometía más. Sentí su mano atrapar mi pelo con una firmeza que me hizo jadear, y luego tiró, guiando su erección más profundamente dentro de mi boca.

— ¡Chúpala, te he dicho, perra!

Comencé a chupar, sintiendo cómo mi sexo respondía, llenándose de mis propios jugos. La forma en que Pablo me trataba, esa humillación tan suya, no hacía más que avivar mi excitación. Me gustaba. Me sumergía en un estado de servilismo hacia él, que me resultaba profundamente placentero.

Después de varias embestidas profundas dentro de mi boca, Pablo susurró, su voz ronca:

—Para, perra, o harás que me corra.

Saqué su sexo de mi boca y volví a observarlo. Su rostro, marcado por la satisfacción, me hizo sentir que lo estaba haciendo bien, que aquello era exactamente lo que él deseaba.

—Ven — me ordenó, haciéndome girar para quedar de espaldas a él.

Me subió la gabardina por encima de mis caderas hasta mi cintura. Sus manos acariciaron la curvatura de mis glúteos con una lentitud que me hizo jadear, y luego, con un empuje decidido, sentí su polla erecta penetrarme con una familiaridad embriagadora.

Sus manos se aferraron con firmeza a mis caderas, y un ritmo poderoso comenzó, sus embestidas profundas obligándome a inclinarme, a buscar apoyo en el tronco rugoso que tenía delante. Cada impacto resonaba en mi cuerpo, una invitación salvaje a la entrega.

Pablo intensificó sus embestidas, impulsándome con una urgencia creciente contra la aspereza del tronco. Sentía la gabardina subida y arrugada en mi cintura, y el aire fresco de la tarde en mi piel expuesta, un contraste que avivaba la excitación. Cada empuje suyo me arrancaba un jadeo ronco, que se perdía en el murmullo casi inaudible del parque. Mis dedos se aferraban desesperadamente a la corteza del árbol, buscando un anclaje mientras mi cuerpo se arqueaba, rindiéndose al ritmo implacable de su placer.

Él no decía nada, solo emitía pequeños gruñidos de satisfacción. Podía sentir el control absoluto en sus manos sujetando mis caderas, en la fuerza con la que me poseía. La humillación de estar allí, en el crepúsculo de un parque público, a la vista de cualquiera que decidiera mirar más de cerca, era una droga extraña que alimentaba mi propia excitación. Mi sexo estaba en llamas, cada embestida una chispa más intensa.

Justo cuando sentí que el clímax se acercaba, él se detuvo un momento, su cuerpo tenso contra el mío. Luego, con un tirón de mis caderas, me hizo girar ligeramente, exponiendo mi perfil al camino cercano. Por un instante, el pánico me invadió al ver a una pareja de ancianos paseando a lo lejos, ajenos a nuestra silenciosa transgresión. Pablo me miró por encima del hombro, sus ojos brillando con una satisfacción animal, antes de reanudar sus embestidas, ahora más salvajes, como si el riesgo añadiera un nuevo nivel de placer a nuestro acto.

Las embestidas de Pablo se volvieron frenéticas, cada empuje era una estocada profunda que me llevaba al límite. Mi cuerpo, completamente entregado a su ritmo, se arqueaba con cada movimiento, buscando más, pidiendo más. Las manos de Pablo se apretaban en mis caderas, controlando cada centímetro de la penetración, y el tronco del árbol contra mis manos era mi único ancla en el torbellino de sensaciones. La gabardina, subida hasta mi cintura, me ofrecía la libertad y la exposición que mi mente deseaba y temía a la vez.

El aire frío de la tarde se sentía en mi piel desnuda, un contraste que solo intensificaba el calor ardiente que se acumulaba en mi interior. Mis gemidos, ahogados pero urgentes, se mezclaban con su respiración agitada. En ese instante, el mundo exterior desapareció. Solo existíamos Pablo y yo, su polla dura y mi sexo respondiendo a cada uno de sus impulsos. La pareja de ancianos que había visto antes se desvaneció de mi mente, eclipsada por la inminencia del clímax.

Un grito silencioso se formó en mi garganta mientras la tensión insoportable se liberaba en una explosión de placer. Mi cuerpo se convulsionó violentamente, mis piernas temblaron y mis manos se aferraron con desesperación al tronco. Sentí el pulso de mi orgasmo reverberar a través de mí, y justo en ese momento, con un gemido gutural y profundo, Pablo se corrió dentro de mí, caliente y abundante, sus convulsiones uniéndose a las mías.

Por unos segundos, ambos permanecimos inmóviles, unidos, respirando pesadamente. El silencio del parque se sintió distinto, cargado ahora con el eco de nuestro acto. Él se retiró lentamente, el aire frío golpeando mi piel donde antes estaba su cuerpo.

Pablo me ayudó a incorporarme y, sin decir una palabra, me ajustó la gabardina. Su mirada, sin embargo, lo decía todo: una mezcla de satisfacción, triunfo y esa autoridad silenciosa que ya conocía. Me puso el collar de nuevo, tiró suavemente de la cadena, y comenzamos a caminar de regreso hacia la parte trasera del instituto. El paseo de vuelta fue en un silencio diferente, uno de complicidad, sintiendo el peso de lo que acababa de suceder. La adrenalina empezaba a bajar, dejando paso a una mezcla de agotamiento y la persistente punzada de un deseo que, sabía, no tardaría en resurgir.

Pablo tiraba suavemente de la cadena, manteniéndome a su lado, y yo no ofrecía resistencia. El aire fresco de la noche, que antes había avivado mi excitación, ahora parecía enfriar el ardor de mi piel expuesta, recordándome la audacia de lo que habíamos hecho. Al acercarnos a la puerta trasera del instituto, la misma por la que habíamos salido, el corazón me dio un vuelco. Volver a la normalidad después de algo así se sentía irreal.

Entramos en el edificio. Los pasillos estaban desiertos, las aulas sumidas en la oscuridad. El silencio era casi más opresivo que el ruido. Pablo me guio hasta la puerta de mi despacho. Una vez dentro, me soltó el collar y la cadena. El peso de la gabardina volvió a sentirse, cubriendo lo que segundos antes había estado tan expuesto.

— Puedes vestirte — me dijo, su voz de nuevo en un tono más neutro, casi como si nada hubiera pasado, aunque sus ojos todavía brillaban con un conocimiento compartido.

Me vestí rápidamente, mis manos aún temblorosas al abrocharme la blusa y la falda. Mientras recogía mis papeles y metía los exámenes en mi mochila, sentía su mirada sobre mí, pero esta vez era diferente, más observadora que imperativa. Cuando estuve lista, él simplemente asintió.

— Hasta mañana, Señorita Luz — dijo, su voz volviendo a ser la de un alumno cualquiera, pero el "Señorita Luz" sonaba distinto, como un código secreto entre nosotros.

— Hasta mañana, Pablo — respondí, mi voz sonando más firme de lo que me sentía.

Salió del despacho y, sin una palabra más, se marchó por el pasillo. Yo me quedé un momento, sintiendo el eco de su presencia. La soledad del despacho se hizo palpable. Apagué las luces y salí, cerrando la puerta tras de mí. Caminé hacia la salida principal, el frío de la noche ya no me importaba. Solo me preguntaba cuándo, y cómo, volvería a sonar ese "Hasta mañana, Señorita Luz".

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martes, 24 de junio de 2025

DESEO OCULTO

La clase había acabado ya. Los alumnos salían despacio, unos tras otros, hablando, contándose sus cosas. Entre ellos estaba Pablo, uno de los mejores y más callados. Con frecuencia lo veía dibujando en un cuaderno, mientras yo daba explicaciones sobre la clase que aquel día tocara. Con frecuencia me preguntaba ¿Qué estaría dibujando? 


Y
aquel día, precisamente, tuve la ocasión de descubrirlo. Alguien lo llamó, y salió corriendo, olvidando su cuaderno de dibujo sobre la mesa. No me percaté hasta unos minutos después, y como ya no quedaba nadie más en el aula, me tomé la pequeña libertad de hojear la libreta. Lo que vi me dejó absolutamente sorprendida. Primero, porque me había dibujado a mí, casi a la perfección, captando mis rasgos. Segundo, y esto fue lo impactante, en el dibujo yo aparecía desnuda, arrodillada frente a la imponente figura de un hombre que parecía ser él. Él vestía solo unos ajustados pantalones negros y sostenía un látigo en su mano derecha. Era una escena al más puro estilo BDSM. Busqué más dibujos y, en todos, aparecíamos ambos. Eran muy similares: en cada uno, mi actitud era de sumisión y la suya de dominación. En ese instante, una idea descabellada cruzó mi mente: ¿Y si...? Pero enseguida la deseché. No podía hacerlo, no debía hacerlo. Él era mi alumno y yo su profesora

Me guardé el cuaderno y decidí que se lo devolvería al día siguiente. Y así lo hice. Llegué a clase antes que nadie y lo dejé sobre su pupitre, como si nadie lo hubiera tocado. Cuando Pablo entró y vio el cuaderno en su mesa, su semblante cambió, y una dulce sonrisa se dibujó en su rostro. Me acerqué a él con cautela, procurando que nadie se diera cuenta, y le susurré:

Ayer te lo olvidaste aquí.

Sí, y cuando me di cuenta y vine a buscarlo, la clase ya estaba cerrada.

Lo siento, tenía prisa — me excusé. — Oye, ¿podrías venir luego a mi despacho? Tengo algo que puede interesarte.

Vale — aceptó.

Por un instante, la idea de mi plan me pareció una locura, pero al ver los dibujos de aquel joven, un torbellino de fantasías había invadido mi mente. ¿Y por qué no? No le haría daño a nadie, ¿verdad? Yo era soltera, y él ni siquiera tenía novia. Y me apetecía tanto probar aquello, adentrarme en aquel mundo.

A la hora de salida, tal como habíamos acordado, me dirigí a mi despacho. Necesitaba prepararlo todo antes de que Pablo llegara. Para eso, había hecho una fotocopia de uno de sus dibujos, el que me había parecido más excitante de todos. Me desnudé, me solté el pelo que llevaba recogido en una cola alta y, justo cuando oí unos pasos acercándose, me arrodillé en el suelo. Llamaron a la puerta y su voz se escuchó:

Señorita Luz.

Adelante, pasa — le dije.

Al verme desnuda y arrodillada, la sorpresa pareció descolocarlo por un instante.

Cierra con la llave, por favor —le pedí, mi voz apenas un susurro.

Él obedeció, girando la llave en la cerradura. Mi corazón latía a mil por hora, temiendo que Pablo se asustara y huyera. Pero, en lugar de eso, sus ojos se encendieron con una comprensión que me erizó la piel.

Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? Una putita dispuesta a hacer realidad mis sueños, ¿no?

Un leve gemido se escapó de mis labios.

Estoy aquí para convertir en realidad todos esos sueños que tienes, Señor — le dije, mi voz cargada de sumisión.

Muy bien. Entonces acércate un poco más a mí y saca mi polla de su refugio — me ordenó, y su tono me encendió al instante.

Obedecí sin dudarlo, abriendo la cremallera de sus vaqueros y desabrochando el botón. Saqué su miembro, erecto y duro. Aquello era... buf, la polla más grande que jamás hubiera visto, o al menos así me lo pareció en ese momento. Acerqué mis labios, saqué la lengua lamiendo suavemente el glande y, después de recorrerlo por todos sus lados, me lo introduje en la boca.

Oh, sí, no sabes cuántas veces he soñado esto — musitó, su voz ronca por la excitación, mientras yo chupeteaba su polla, metiéndola y sacándola de mi boca como si fuera un helado.



Pablo gimió y se estremeció. Sentí cómo su polla crecía aún más dentro de mi boca, y entonces él mismo me detuvo:

Oh, para, puta, o me voy a correr y seguro que ninguno de los dos queremos eso.

No, Señor — respondí al instante.

Bien, pues levántate y dóblate sobre la mesa. Quiero ver tu culo.


Obedecí, apoyándome sobre la mesa, sintiendo el frío de la madera sobre mis pechos desnudos.

Supongo que lo que quieres es que te folle, ¿verdad? Por eso has montado este numerito —dijo, su voz cargada de cinismo.

Sentí que mi sexo se contraía de un deseo ardiente. Me gustaba que me tratara de aquella manera. Sentí su mano acariciando suavemente una de mis nalgas, y al instante, cayó con fuerza sobre ella. Un estremecimiento recorrió mi cuerpo.

Has sido muy osada, y te has portado mal —murmuró, y una nueva zurra impactó sobre mi culo desnudo.

Gemí por el dolor que me causó, y durante los siguientes minutos, me golpeó una y otra vez, mientras me obligaba a contar cada impacto sobre mis castigadas posaderas. Al llegar al número veinte, se detuvo. Sus dedos recorrieron mi sexo suavemente, comprobando la humedad.

Parece que te gusta ser tratada como una puta, ¿no? — su voz, apenas un susurro, vibró con una mezcla de condescendencia y deseo.

Sí, Señor — respondí, mi propia voz apenas un hilo, pero firme en mi entrega.

Introdujo su dedo en mí con una facilidad pasmosa, y un estremecimiento me recorrió al sentirlo. A ese le siguió otro, y con ambos dedos dentro, los movió con un ritmo constante: dentro y fuera, dentro y fuera, durante un rato. Parecía saber muy bien lo que estaba haciendo y cómo lograr que una mujer se excitara con aquellas caricias tan dolorosas como placenteras.

Bien, veamos si sabes follar como una puta.

Sacó un condón del bolsillo de su pantalón y se lo enfundó con destreza. Acercó su sexo al mío y empujó suavemente, logrando que el glande se deslizara en mi interior. Luego, con un fuerte empujón, el resto de su miembro se deslizó dentro de mí, arrancándome un gemido de puro placer. Me tomó por las caderas y comenzó a moverse: dentro y fuera, dentro y fuera, haciéndome sentir su sexo erecto y duro entrando y saliendo de mí. Me estremecí, y no tardé en alcanzar el orgasmo. Justo después, fue él quien se corrió, gimiendo y convulsionando.

Cuando terminamos, fue como si ambos despertáramos de un sueño. Él se apartó de mí diciendo:

Esto es una locura. 

Sí, una locura — repetí. Él se vistió rápidamente y salió de mi despacho, dejándome allí desnuda, satisfecha y preguntándome si realmente había sido una locura o producto de un deseo que ambos habíamos tenido escondido durante mucho tiempo. 

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DESEO OCULTO 4

— Ven a mi despacho ahora mismo — me ordenó sin preámbulos. Mi corazón se disparó, latiendo a mil por hora. ¿Le habría gustado la escena ...