Los
días siguientes se convirtieron en un extraño juego de apariencias.
En el aula, yo era la Señorita Luz, la profesora de siempre, y
Pablo, un alumno más, aunque mis ojos siempre lo encontraban entre
la multitud. Cada vez que alzaba la voz para explicar algo, me
preguntaba si él recordaría cómo esa misma voz había gemido su
nombre. La tensión secreta era una corriente eléctrica sutil,
invisible para los demás, pero palpable para nosotros. Mis noches se
llenaron de sueños vívidos, ecos de la gabardina, la cadena y sus
órdenes. Me encontraba releyendo viejos apuntes, pero mi mente
divagaba hacia los dibujos en su cuaderno, la audacia de su arte, la
forma en que había convertido mis fantasías más ocultas en una
realidad tangible.
La
rutina diaria, antes predecible, ahora estaba salpicada de
micro-momentos de anticipación. ¿Me lo cruzaría en el pasillo? ¿Me
dedicaría otra de esas sonrisas enigmáticas? Mi cuerpo, antes tan
familiar, se sentía distinto, más consciente de sí mismo, de sus
deseos. La sumisa que había surgido en el parque no se había ido;
esperaba paciente bajo la superficie, lista para responder a la más
mínima señal.
Una
semana después, la señal llegó. Había terminado mis clases y me
dirigía a la cafetería para un café rápido. Al pasar por la sala
de arte, vi a Pablo. Estaba solo, terminando un boceto. Al verme,
levantó la mirada y, con una sonrisa que me encogió el estómago,
desdobló una hoja de papel que tenía sobre el caballete. Era un
dibujo. Yo, de nuevo, arrodillada, pero esta vez, en lo que parecía
ser mi despacho, con la gabardina abierta y el collar de perro.
Debajo, con una letra más elaborada de lo habitual, no había una
pregunta. Solo una hora y una fecha: "Jueves. 19:30 h."
No
dijo una palabra. Solo me miró fijamente, con una intensidad que no
dejaba lugar a dudas. La invitación era clara, la localización,
obvia. Y en ese instante, supe que no podía rechazarla. La lucha
interna había terminado. El deseo había ganado.
Los
días y las horas hasta el jueves a las siete y media se arrastraron
con una lentitud exasperante. La espera era casi una tortura, cada
minuto un recordatorio del encuentro prometido. Finalmente, llegó el
día. A las siete y media, justo después de una tediosa reunión con
los padres de un alumno, me dirigí a mi despacho. Mientras caminaba
por los pasillos, mis ojos escudriñaban cada rincón, asegurándome
de que no quedara nadie, que el instituto estuviera vacío y
silencioso, listo para nosotros. Al llegar a la puerta de mi
despacho, vi a Pablo acercándose por el pasillo frente a mí. Una
sonrisa de anticipación se dibujó en su rostro, y no pude evitar
devolverle una sonrisa cómplice y cargada de un deseo apenas
contenido.
— Buenas
tardes, Srta. Luz.
— Buenas
tardes, Pablo.
Entramos
en el despacho, y en cuanto la puerta se cerró tras nosotros, Pablo
me ordenó:
— Desnúdate,
perra.
Mientras
me deshacía de la ropa, vi cómo sacaba el collar y la cadena de su
mochila, con una calma que me erizó la piel. Cuando estuve
completamente desnuda, su voz grave resonó de nuevo:
— Ven
aquí.
Me
acerqué a él, sintiendo la familiaridad de la sumisión, y él me
puso el collar con la cadena. Luego, tirando suavemente de ella,
pronunció las palabras que ya ansiaba escuchar:
— Vamos
a pasear.
Vi
que abría la puerta del despacho, lo que me asustó un poco.
— ¿No
querrás pasear por el instituto? — le pregunté.
— Sí,
eso es lo que haremos. Y buscaremos un lugar adecuado para follarte.
— No
podemos hacer eso, aquí no, hay cámaras, nos verán.
— No
te preocupes, las cámaras las apagan cuando cierran el colegio —
dijo tratando de tranquilizarme.
Así
que, finalmente, salimos al pasillo. Pablo tiraba de la cadena,
guiándome por los silenciosos corredores del instituto. Sentía una
mezcla extraña de vergüenza y una punzada de emoción, cruzando los
dedos y rezando para que de verdad las cámaras de vigilancia
estuvieran apagadas.
Nos
detuvimos frente al despacho del director. Pablo me atrajo un poco
más cerca y susurró, su voz cargada de un picante desafío:
— ¿Qué
te parece? Sería un buen lugar para follarte, sobre la mesa del
director.
— No,
Pablo, ahí no, por favor.
Pablo
pareció apiadarse de mí, o al menos eso quise creer, y continuamos
nuestro camino por los pasillos del instituto. Llegamos al gimnasio
y, al detenernos frente a la puerta, su rostro se iluminó con una
idea.
— Siempre
he querido hacerlo en el vestuario. Ven, vamos.
Pablo
tiró de la cadena y lo seguí. Entramos al gimnasio y, tras cruzarlo
de un lado a otro, nos adentramos por una de las puertas que llevaban
al vestuario. Allí, Pablo me condujo directamente hacia las duchas.
— Creo
que este es el lugar perfecto — dijo Pablo con cierta satisfacción.
Vi
que de su mochila sacaba algo: un par de esposas.
— Tus
manos, perra — ordenó, y la frialdad en su voz me hizo un nudo en
el estómago.
Le
ofrecí mis muñecas, y él las aseguró con un click metálico.
Luego, cogió una cadena, la deslizó a través de las esposas y me
llevó bajo una de las duchas. Me hizo elevar los brazos, y pasó la
cadena por encima de la alcachofa, dejándome suspendida. Mis pies
apenas tocaban el suelo, solo las puntas de mis dedos rozaban el frío
azulejo. La tensión de mis brazos estirados y la exposición total
de mi cuerpo me hicieron jadear.
— Perfecta
— murmuró, sus ojos recorriéndome con una complacencia que me
encendió por dentro.
Suspiré,
mi aliento atrapado en la garganta al ver cómo se acercaba a mí.
— Hoy
tengo muchas ganas de jugar, de tomarme mi tiempo para hacerte gritar
y suplicarme más — susurró, y sus dedos comenzaron a trazar un
camino suave por mi piel, una caricia apenas perceptible que encendió
un reguero de anticipación.
Después,
se detuvo en mis pechos. Sus manos los amasaron con una posesividad
deliciosa, y sus pulgares y dedos pellizcaron mis pezones con una
vehemencia que me arrancó un gemido ahogado. Cada roce, cada
apretón, era una promesa de lo que vendría.
Sus
dedos continuaron su danza sobre mis pezones, retorciéndolos y
estirándolos hasta que se endurecieron por completo, dolorosamente
sensibles. Mis gemidos eran ahora más audibles, resonando en el eco
frío de las duchas. Pude sentir el ardor extenderse por mi pecho,
bajando por mi abdomen, mientras mis muslos se tensaban
involuntariamente.
Él
sonrió, una sonrisa lenta y depredadora que me hizo temblar. Bajó
sus manos por mi vientre, sus pulgares rozando mi ombligo, y luego se
detuvo justo encima de mi sexo. No me tocó de inmediato, sino que
sus dedos apenas flotaron sobre mi clítoris, la cercanía de su
toque enviando oleadas de anticipación por todo mi cuerpo. Mi sexo
se hinchó, palpitante y húmedo, rogando por ser tocado.
—¿Ansiosa,
perra? — su voz era un ronroneo bajo, apenas audible, pero cada
palabra se clavó en mí.
Me
moví un poco, intentando acercarme, pidiendo su toque sin palabras.
Él se rio suavemente, una risa que me recorrió la piel. Finalmente,
sus dedos se posaron. Primero, un roce ligero sobre el clítoris, que
me hizo jadear. Luego, una presión suave, y un dedo comenzó a
explorar, dibujando círculos lentos y metódicos alrededor de mi
entrada, ignorando por un momento la parte que más clamaba por su
atención. La frustración y el placer se mezclaban en un cóctel
embriagador.
Mis
caderas se balanceaban instintivamente, buscando presionar más
contra su mano, pero él me lo negó. Su dedo continuó su tortura
dulce, rodeando mi clítoris sin tocarlo directamente, haciendo que
la tensión aumentara hasta un punto insoportable. Jadeos
entrecortados escapaban de mi garganta, y mis piernas, aún
estiradas, temblaban visiblemente. Sentía cada fibra de mi cuerpo
clamando por ese contacto directo, por la liberación.
Pablo
se inclinó hacía mí, su aliento cálido en mi oreja.
— No
tan rápido, perra — susurró, y luego, para mi sorpresa, hundió
no solo un dedo, sino dos, profundamente dentro de mí.
Los
movió con una lentitud exasperante, estirándome y llenándome,
mientras su pulgar finalmente se posó sobre mi clítoris. La
combinación de la penetración y la presión externa me hizo gemir
con fuerza, un sonido que resonó en las baldosas de la ducha.
Sus
dedos comenzaron a trabajar con pericia. Los de dentro se movían con
un ritmo constante, explorando cada centímetro, mientras su pulgar
frotaba mi clítoris con una intensidad creciente. La sangre me
bullía en las venas, y el placer se volvió casi doloroso. Mis
muslos se apretaron contra sus manos, mis pezones, hinchados, duros
como piedras por la excitación. La vergüenza de estar tan expuesta
y tan descontrolada se fundía con una oleada de excitación pura,
arrastrándome sin remedio. Ya no era yo; era solo un cuerpo a su
merced, anhelando el siguiente toque, la siguiente embestida. La
necesidad de liberar la presión se volvió abrumadora.
Mis
jadeos se volvieron un gemido constante, mi cuerpo curvándose contra
la fuerza que me mantenía suspendida. Los dedos de Pablo, expertos y
crueles en su pericia, trabajaban sin descanso, alternando la presión
sobre mi clítoris con la profundidad de los dedos dentro de mí.
Sentía cada fibra de mi ser vibrar con la urgencia del orgasmo, una
ola gigantesca que se formaba en mi interior, amenazando con
arrasarlo todo. Mis muslos se tensaron hasta el punto del dolor, mis
pezones, ahora duros y doloridos, rozaban el aire.
Él
lo supo. Pudo sentir la tensión en mi cuerpo, la forma en que mis
caderas se empujaban inconscientemente contra su mano. Se inclinó de
nuevo, su aliento caliente y agitado sobre mi oído.
— Grita
mi nombre, perra — ordenó, y la fuerza de su voz, combinada con
la presión insoportable, me empujó al abismo.
Un
grito desgarrador, mitad placer, mitad agonía, escapó de mi
garganta. Mi cuerpo se arqueó violentamente, mi espalda tensa,
mientras el orgasmo me sacudía con una intensidad brutal.
Convulsiones incontrolables me recorrieron, haciéndome temblar de
pies a cabeza, y sentí un torrente de calor expandirse desde mi
centro, empapando mis muslos. Mis ojos se cerraron con fuerza, el
mundo girando en una espiral de sensaciones.
Cuando
las últimas sacudidas disminuyeron, me quedé colgando, exhausta, mi
cuerpo aún palpitante, pero la mente en una especie de bruma
placentera. La humedad entre mis piernas era una prueba innegable de
mi total rendición. Pablo me observó por un momento, sus ojos
brillando con una satisfacción palpable. No hubo palabras de
consuelo, ni gestos de liberación. En su lugar, el silencio se
rompió con el sonido metálico de su cremallera. Sacó su polla
erecta, pulsante, y la acercó lentamente a mi sexo, aún sensible y
tembloroso por el reciente orgasmo.
Sentí
el calor de su miembro rozando mi clítoris, el vello de su pubis
cosquilleando mi piel. No hubo prisa, solo una deliberada
anticipación. Pablo no me penetró de inmediato; en cambio, la
deslizó suavemente por mi vulva, explorando mi humedad, restregando
el glande por mis labios mayores con una lentitud que prometía un
placer aún más intenso. Mis caderas actuando casi por inercia
intentaban una y otra vez elevarse para buscarlo, pero él mantenía
el control, negándome la entrada directa.
— ¿Quieres
más, perra? — susurró, su voz ronca y cercana a mi oído,
mientras continuaba su tortura deliciosa, cada roce más insoportable
que el anterior. La tensión volvía a crecer, una nueva oleada de
deseo se alzaba en mí.
Mis
caderas se arquearon de nuevo, un movimiento desesperado.
— Sí,
Señor, sí — jadeé, mi voz rota, apenas reconocible. La necesidad
de sentirlo dentro era una punzada constante, superando cualquier
vergüenza o miedo. Quería su peso, su calor, la plenitud que solo
él podía ofrecerme.
Pablo
sonrió, un destello oscuro en sus ojos mientras multiplicaba
mi tortura. Su polla, dura y palpitante, continuaba rozando mis
labios, subiendo y bajando, una y otra vez, sin penetrarme del todo.
Era una promesa cruel, una caricia que me llevaba al borde de la
locura. Sentía mi sexo tan empapado que el roce era casi
resbaladizo, pero la falta de una penetración completa era una
agonía exquisita.
De
repente, con un gemido grave, Pablo empujó. Un solo movimiento,
firme y decidido, y su polla se deslizó dentro de mí, llenándome
por completo. Un grito ahogado escapó de mis labios al sentir la
familiar sensación de su longitud y grosor expandiéndose en mi
interior. Mis músculos se contrajeron a su alrededor, abrazándolo
con avidez.
Sus
manos se aferraron a mis caderas, y comenzó a embestir, lento al
principio, cada empuje una exploración profunda que me arrancaba
suspiros. Luego, el ritmo se aceleró, sus movimientos se volvieron
más potentes y urgentes. Mis pies, apenas tocando el suelo, se
movían inútilmente, y mis brazos, estirados, temblaban por el
esfuerzo y el placer. Era una danza salvaje, un vaivén primario bajo
las frías duchas, donde yo era completamente suya, atada y poseída.
El
eco de cada estocada de Pablo resonaba en el vestuario, un ritmo
primitivo que me arrastraba más y más profundo en el placer. Mis
músculos internos se apretaban a su alrededor, abrazando su polla
con una avidez que me sorprendía a mí misma. Mis gemidos, ahora,
eran menos un ruego y más una expresión pura de la dicha que me
invadía, ahogados a veces por el aliento agitado que se escapaba de
mi propia garganta. La frialdad del aire contrastaba con el fuego que
ardía dentro de mí, una contradicción deliciosa que intensificaba
cada sensación.
Mis
brazos, estirados por las esposas, comenzaban a dolerme, pero el
dolor era una punzada insignificante comparada con la vorágine de
placer que me consumía. Mis pies, en puntillas, se esforzaban por
alcanzar el suelo, una lucha inútil que solo aumentaba mi
vulnerabilidad. Podía sentir el roce de su piel contra la mía, el
sudor de nuestros cuerpos mezclándose. Él no apartaba la mirada de
la mía, sus ojos fijos en los míos, absorbiendo cada reacción,
cada temblor de mi cuerpo. Su sonrisa se ensanchó, una expresión de
puro triunfo.
La
velocidad de sus embestidas se disparó. Me empujaba sin piedad, cada
impacto más fuerte, más profundo. Mi mente se nubló, ya no había
pensamientos, solo sensaciones. Mi cuerpo se tensó al límite, mi
sexo palpitando con una intensidad insoportable. Sabía lo que venía,
lo sentía arrastrándose desde lo más profundo de mi ser. Un grito
desgarrador, lleno de éxtasis, se liberó de mis labios mientras mis
caderas se contraían en espasmos incontrolables. El orgasmo me
sacudió con una fuerza abrumadora, y justo cuando mis convulsiones
empezaban a calmarse, Pablo soltó un gruñido profundo y se corrió
dentro de mí, caliente y abundante, sus espasmos uniéndose a los
míos.
El
eco de nuestros gemidos se disipó lentamente en el vestuario,
dejando un silencio denso y cargado. Mi cuerpo, aún colgado,
temblaba con las últimas sacudidas del orgasmo, y el sudor se
mezclaba con la humedad entre mis muslos. Sentí el peso de Pablo
retirarse de mí, su aliento caliente ya no en mi cuello. El alivio
de la liberación era tan abrumador como la vergüenza que comenzaba
a asomarse.
Él
no dijo nada, simplemente me observó por un momento. Sus ojos, antes
llenos de una autoridad ardiente, ahora reflejaban una calma
satisfecha, casi distante. El silencio se prolongó, y cada segundo
me parecía una eternidad.
Pablo se alejó unos pasos de mí, sacando su telefono del bolsillo,
me hizo una foto.
— ¿Para
que me haces una foto?— inquirí.
— No
te preocupes, es para uso personal, para masturbarme con ella cada
vez que se me ponga dura recordando este momento.
Volvió
a guardarse el móvil y volvió a donde yo estaba. Finalmente,
escuché el tintineo metálico de las esposas. Pablo las abrió, y
mis brazos, doloridos y cansados, cayeron a mis costados. Me sentí
desorientada por un instante, el suelo firme bajo mis pies pareciendo
ajeno después de haber estado suspendida.
Me
giré lentamente, encontrando su mirada. No había juicio en sus
ojos, solo una comprensión tácita. Él se abrochó el pantalón con
parsimonia. Pablo me entregó el collar y la cadena, y esta vez, no
me los puso. Simplemente los dejó en mi mano.
Salimos
del vestuario, cruzamos el gimnasio en silencio y regresamos a los
pasillos oscuros del instituto. Al llegar a mi despacho, él no
entró. Se quedó en el umbral.
— Nos
vemos, Señorita Luz — dijo, y la familiaridad en el "Señorita
Luz" ahora era un secreto compartido, un lazo invisible que nos
unía.
— Hasta
mañana, Pablo — respondí, mi voz apenas un susurro, mientras él
se daba la vuelta y se alejaba por el pasillo, su figura
desvaneciéndose en la penumbra.
Me
quedé allí, inmóvil, el collar y la cadena aún en mi mano. El
silencio del instituto era profundo, solo roto por el eco distante de
sus pasos. Cerré la puerta de mi despacho, y el peso de lo que
acababa de suceder se posó sobre mí. Exhausta, excitada y
confundida, solo podía preguntarme qué otra "lección"
tendría Pablo preparada para la próxima vez.
Me
vestí despacio, cada prenda cayendo sobre mi piel con una lentitud
inusual, mientras mi mente aún procesaba lo ocurrido. De pronto, el
sonido de mi teléfono móvil sobre la mesa me sacó de mis
pensamientos. Lo tomé, y al ver la pantalla, un escalofrío me
recorrió: era el director.
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