Cinco
años pueden transformarlo todo, y a la vez, dejar lo esencial
intacto. Para mí, poco había cambiado en la superficie. Seguía
siendo profesora de literatura en un instituto céntrico, una labor
gratificante, sí, pero incapaz de llenar el profundo vacío que
ciertos anhelos dejaban en mi corazón. A mis 38, era la misma mujer
reservada de hacía un lustro, con una pasión dormida que aguardaba
ser despertada. La búsqueda de un Amo
que pudiera leer mis anhelos y deseos más recónditos, tal como
Pablo lo había hecho en el pasado, había resultado infructuosa. Y
con cada día que pasaba, la esperanza de encontrarlo se desvanecía
un poco más.
A
menudo me preguntaba qué habría sido de Pablo. ¿Habría logrado
sus sueños, o los habría desechado? ¿Seguiría inmerso en el mundo
del BDSM,
o lo habría abandonado como un capricho juvenil? Y, lo que más me
intrigaba, ¿conservaría ese atractivo salvaje que tan profundamente
me había marcado? No tardé en obtener mis respuestas, porque
aquella tarde, al adentrarme en la bulliciosa boca del metro, mi
cuerpo colisionó con el suyo de forma inesperada. Al elevar la
vista, mis ojos se encontraron con una figura imponente, y la
sorpresa me dejó sin aliento: frente a mí estaba Pablo. Pero no el
joven sinvergüenza que recordaba, sino un hombre más crecido, más
sereno y, si cabe, aún más irresistible. Su mirada, ahora llena de
una seguridad arrolladora, me hipnotizó al instante.
— ¿Srta.
Luz? —Su voz grave, profunda, me sacó del estupor. Sus ojos se
iluminaron al verme, y sentí un rubor subir por mis mejillas sin
entender por qué.
— ¡Pablo!
Dios mío… cuánto tiempo… estás increíble — logré
articular, la sorpresa y una oleada de recuerdos embargándome.
Una
sonrisa se dibujó en sus labios, la misma sonrisa pícara que un día
me había embrujado, pero ahora con un nuevo matiz de seguridad y
aplomo que nunca antes le había visto.
— Tú
también. Estás... tan igual y tan tú — respondió, una alegría
genuina brillando en sus ojos. Parecía una casualidad mágica. —
No te lo vas a creer, pero justo pensaba en ti el otro día. ¿Qué
tal estás? ¿Qué haces por aquí?
Mientras
las palabras fluían, la multitud del metro parecía desvanecerse.
Ambos nos sentíamos extrañamente cómodos, como si el tiempo no
hubiera transcurrido. Había una química palpable, una tensión
sutil que prometía mucho más que una simple conversación de
reencuentro. Sentí una punzada de esperanza. ¿Sería posible que
este reencuentro no fuera una casualidad, sino el inicio de algo que
ambos habíamos estado buscando en silencio? Él ya no era el joven
impetuoso, y yo... yo seguía anhelando un Amo que supiera guiarme,
alguien que entendiera el profundo deseo oculto que aún habitaba en
mi.
Pablo
me contó que había terminado la carrera de Arte con muy buena nota
y que nada mas acabarla, había conseguido trabajo en una editorial,
diseñando las portadas para los libros. El mundo del BDSM,
lejos de ser una etapa pasajera, se había consolidado en su vida,
pero con una nueva comprensión y respeto. Las reglas, el
consentimiento, la profunda conexión que se forjaba entre las almas
afines, todo ello resonaba en él con una fuerza renovada. No había
espacio para la inmadurez de antaño; ahora, era un hombre que
entendía el poder y la belleza de la sumisión y el dominio, siempre
desde el respeto y la devoción.
Tras
aquel inesperado encuentro, el bullicio del metro nos pareció
demasiado intenso para una conversación tan ansiada. Decidimos
buscar un refugio más tranquilo y, a pocos pasos, encontramos un
pequeño café que ofrecía la intimidad perfecta. Nos acomodamos en
una mesa apartada, donde el aroma a grano recién molido se mezclaba
con la anticipación de ponernos al día. Allí, entre tazas
humeantes, comenzamos a desgranar los avatares de nuestras vidas,
recuperando los cinco años que nos había robado el tiempo.
— Así
que diseñador de portadas, ¿eh? — señalé con una sonrisa
genuina. — Siempre supe que tenías talento para el arte. Recuerdo
tus bocetos en el instituto.
Pablo
asintió, sus ojos fijos en mi.
— Sí,
me encanta. Es una forma de expresión, como todo lo que hago. ¿Y
tú? ¿Sigues domandoeºº adolescentes? — Su tono era desenfadado,
pero había una seriedad subyacente.
— Algo
así. Profesora de literatura. Los libros siguen siendo mi refugio —
Bebí un sorbo de mi café con leche. — Me alegro mucho de verte,
Pablo. Has cambiado. Para bien.
— Tú
no has cambiado nada, Luz — replicó él, su mirada recorriendo mi
rostro. — Sigues siendo... hipnotizante.
La
conversación fluyó con una facilidad asombrosa, como si aquellos
cinco años sin vernos, no hubieran pasado. Hablamos de nuestras
carreras, de la madurez que ambos habíamos alcanzado, sobre todo
Pablo. Pablo me contó como el BDSM se había convertido en una parte
intrínseca de su vida, no como una rebeldía juvenil, sino como una
disciplina que le había enseñado sobre el respeto, la confianza y
los límites, siempre con el consentimiento como pilar fundamental.
Yo en cambio, me había alejado de aquel mundo, al no poder encontrar
un Amo que entendiera mis deseos más íntimos y como guiarme hacía
ellos, como Pablo lo había hecho.
Cuando
los cafés se terminaron y el bullicio de la cafetería comenzó a
invadir nuestra burbuja, Pablo se inclinó ligeramente, su voz baja y
cargada de una intención de un modo que a mí me erizó la piel.
— Luz
— empezó, su mirada profunda puesta en mi — no sé si el
destino nos ha puesto aquí de nuevo por casualidad o por algo más.
Pero no puedo evitar sentir la nostalgia de lo que fuimos... y la
curiosidad de lo que podríamos ser ahora.— Hizo una pausa, su
pulgar acariciando el borde de su taza vacía. — Sé que soy más
joven que tú, pero he madurado. Y sé que lo que tú buscas... lo
que buscas en un Amo... yo lo entiendo. Ahora más que nunca.
Sentí
que el aire se escapaba de mis pulmones. Había anhelado aquello
tantas veces, pero los años habían pasado y no estaba segura. Pablo
parecía realmente otro hombre, ahora más seguro, más calmado.
— Pablo,
yo… — dudé, las palabras atascadas en mi garganta. El miedo a
lo desconocido, a la intensidad de lo que él proponía, me
paralizaba. — ¿Estás seguro? Han pasado cinco años…
Pablo
tomó mi mano suavemente y con un tono dulce y calmado pero firme
insistió:
— Dame
una oportunidad, Luz. Dame la oportunidad de demostrarte que ya no
soy aquel chico. De demostrarte que mi respeto por ti, por tus
deseos, es absoluto. Permíteme ser tu Amo
de nuevo, esta vez de verdad. Con la madurez y la comprensión que
ahora tengo. — Sus ojos oscuros y sinceros parecían suplicarme por
esa oportunidad. — Sé que lo que hubo entre nosotros no fue
casualidad. Y siento que ahora es el momento de explorarlo de la
forma correcta.
Lo
miré a los ojos, buscando cualquier rastro de la antigua
imprudencia, de aquel descaro juvenil que recordaba. Pero solo
encontré convicción, una promesa silenciosa y una seriedad que me
desarmó. Mi lógica me gritaba que dudara, que pusiera objeciones,
que analizara cada palabra. Sin embargo, mi corazón, ese mismo que
había esperado y anhelado durante tanto tiempo, me suplicaba a
gritos que dijera sí. Respiré hondo, y con aquella inhalación
profunda, sentí una liberación que me recorría el cuerpo.
— Está
bien, vamos a intentarlo por lo menos — le dije aceptando.
Una
sonrisa triunfante, teñida de una profunda satisfacción, iluminó
el rostro de Pablo. Apretó mi mano ligeramente, sellando el trato no
verbalmente. El café, la gente, el mundo exterior, todo desapareció.
Solo existíamos nosotros dos, y la promesa de un deseo
oculto
que finalmente podría salir a la luz.
Tras
salir del café, con el peso de nuestro acuerdo recién sellado
flotando en el aire, Pablo, exultante, me propuso una primera cita
para esa misma noche. Sería el inicio de nuestra dinámica BDSM
renovada, un reencuentro con sensaciones largamente añoradas.
Iríamos al cine, un plan aparentemente inocente, pero sabía que
bajo la superficie, algo mucho más profundo nos esperaba. Acepté,
ansiosa por volver a sentir la intensidad que un día él despertó
en mí.
Así,
pues aquella noche, nos encontramos en la cola del cine. Pablo ya
había comprado las entradas y me esperaba con una sonrisa que apenas
disimulaba su anticipación. Yo, siguiendo sus discretas
instrucciones, había elegido un vestido de seda azul, ligero y fácil
de manipular, mientras él lucía unos sencillos vaqueros y una
camiseta blanca que, aun así, realzaban su atractivo. Estaba
realmente guapísimo. Sin embargo, en lugar de dirigirnos al
mostrador de palomitas, Pablo me guio unos pasos a un lado, su
aliento cálido en mi oído al susurrar:
— Antes
de entrar, mi sumisa, quiero que uses algo para mí.
Sentí
un escalofrío de anticipación, sabía que significaba aquella
mirada, aquel tono de voz.
— ¿Qué
quieres que use, Amo? — le pregunté expectante.
Él
deslizó la mano discretamente en el bolsillo de su pantalón. Cuando
la sacó, entre sus dedos apareció un pequeño vibrador
tipo Lush, de un sugerente color rosa. Me lo mostró, apenas
dejándome vislumbrarlo.
— Esto
—dijo, su voz baja y cargada de una promesa—, y yo tendré el
control desde la aplicación en mi teléfono móvil.
Un
escalofrío de anticipación me recorrió al instante, al imaginar la
experiencia que me esperaba en la oscuridad de la sala de cine. Hacía
demasiado tiempo que no sentía aquella emoción, aquella vertiginosa
entrega a la voluntad de otro. Mi corazón martilleaba en mi pecho.
Apenas pude asentir.
— Vamos
al baño de mujeres — indicó entonces, guiándome con una mano en
la parte baja de mi espalda, un toque que encendió aún más mi
piel.
Una
vez en el baño, nos encerramos en el cubículo más amplio. Me giré
hacia Pablo, y vi el brillo intenso de la emoción en sus ojos,
reflejo de la mía. Se acercó a mí, sus manos expertas deslizaron
mi vestido de seda hacia arriba, y con una naturalidad que me erizó
la piel, introdujo una mano bajo mis bragas, alcanzando mi clítoris.
Empezó a masajearlo con una suavidad que prometía una explosión.
Mi cuerpo reaccionó al instante, las ondas de placer extendiéndose
desde ese punto hasta cada fibra de mi ser. Cuando percibió que mi
excitación era suficiente, con una maestría que solo él poseía,
introdujo el vibrador, colocándolo con precisión en mi húmeda
vagina. Un suspiro jadeante escapó de mi garganta, y el mundo
exterior dejó de existir.
Pablo
deslizó su mano en el bolsillo de su pantalón, y sentí el leve
temblor del control remoto. Con unos pequeños toques en su móvil,
el aparato en mi interior cobró vida, iniciando una vibración sutil
que me causó un estremecimiento involuntario.
— Bien,
veo que funciona bien —dijo Pablo, una sonrisa casi imperceptible
asomando en sus labios. Su tono era tranquilo, pero sus ojos
brillaban con una promesa.
Salimos
del baño y nos adentramos en la oscuridad de la sala de cine. Pablo
me guio hasta la última fila, eligiendo un rincón donde la penumbra
y la escasa presencia de gente nos ofrecían la privacidad perfecta
para nuestro juego.
La
película, un drama de época, comenzó a proyectarse en la pantalla,
pero para mí, las imágenes eran meras sombras. Mi atención, mi ser
entero, estaba cautivo en la mano de Pablo, que descansaba
despreocupadamente en el apoya-brazos, su teléfono móvil con la
aplicación en pantalla al alcance de sus dedos.
De
repente, la sutil vibración que ya conocía regresó, un suave
cosquilleo que se extendió desde mi interior hacia mi bajo vientre.
Observé cómo el pulgar de Pablo se movía con deliberación sobre
la pantalla de su teléfono, y al instante, la intensidad de la
vibración aumentaba, enviándome una sacudida tras otra. Mis muslos
temblaron y tuve que apretarlos con fuerza, intentando contener el
escalofrío que recorría mi cuerpo. La
excitación
era
una marea poderosa que me arrastraba sin remedio, y el simple acto de
permanecer quieta, fingiendo interés en la trama cinematográfica,
se convirtió en una tortura exquisita.
Cada
sacudida, cada intensificación que él me provocaba con el control
remoto, me llevaba al límite. Sentía las pulsaciones rítmicas
directamente en mi clítoris, expandiéndose por mi cuerpo como
círculos en el agua. Me mordí el labio inferior con fuerza, con la
única misión de no emitir ni un solo sonido que delatara mi estado.
Mis mejillas, sabía, debían estar enrojecidas, ardiendo en la
oscuridad protectora de la sala. El deseo se acumulaba, denso y
abrumador, mientras la película seguía su curso en la pantalla y,
en la oscuridad, yo me entregaba por completo a la discreta y
deliciosa tortura de mi Amo.
El
tiempo pareció distorsionarse. Podía sentir el calor subiendo por
mi cuello, mi respiración volviéndose más corta y agitada. Mis
manos, sin que yo fuera plenamente consciente, se aferraron con
fuerza al apoyabrazos, los nudillos blancos. Una punzada de agonía
placentera me recorrió, y un gemido se ahogó en mi garganta, apenas
un suspiro inaudible. Cerré los ojos por un instante, mi cabeza
cayendo ligeramente hacia atrás, sintiendo el inconfundible temblor
que anunciaba la inminente liberación. Pablo no me miraba, su rostro
inexpresivo ante la pantalla, pero yo sabía que él lo sentía, que
percibía cada uno de mis estremecimientos.
Pablo
mantuvo su rostro impasible, sus ojos fijos en la pantalla, pero su
mano permanecía en el apoya-brazos, el teléfono móvil bajo ella.
Podía sentir la fuerza de su voluntad a través del vibrador. Subió
la intensidad de nuevo, y un gemido se ahogó en mi garganta, un
sonido casi inaudible. Mi cuerpo se tensó, las piernas temblaban
incontrolablemente, y tuve que apretar los muslos con todas mis
fuerzas para contener el escalofrío que me recorría. El placer era
una agonía, una tortura exquisita que me acercaba al borde una y
otra vez, solo para mantenerme allí.
No
me dio el alivio. En cambio, disminuyó la intensidad justo cuando
sentía que iba a estallar, para luego volver a subirla, jugando con
mi resistencia. Era una danza cruel y maravillosa. Mis ojos estaban
cerrados, mi cabeza recostada contra el asiento, y solo existía la
vibración, el calor, la incesante necesidad que él cultivaba dentro
de mí. Los sonidos de la película, las risas ocasionales de otros
espectadores, todo se convirtió en un zumbido distante. Solo
escuchaba mi propia respiración agitada y la promesa silenciosa del
control de Pablo. Él me quería justo así: al límite, en su
control, y yo me dejaba llevar, desesperada por su toque, por su
siguiente movimiento.
Sentí
la mano de Pablo en mi brazo, un toque firme que me indicaba que me
moviera. Abrí los ojos con dificultad, la realidad de la sala de
cine volviendo a mí. Él me miraba con una expresión seria, una
chispa de dominio bailando en sus ojos oscuros.
— Necesitas
salir de aquí, mi sumisa — ordenó en un susurro grave, una clara
indicación de que el juego no había terminado, solo cambiaba de
escenario.
Me
levanté con las piernas temblorosas, mi cuerpo aún vibrando por
dentro. Cada paso era un esfuerzo mientras me abría camino detrás
de él, sintiendo las miradas curiosas de algunos espectadores que,
ajenos a mi tortura deliciosa, solo veían a una mujer algo
tambaleante. El pasillo del cine, con su iluminación más brillante,
se sentía como un túnel. Todo lo que sentía era la pulsación
continua dentro de mí, la necesidad que crecía con cada segundo que
pasaba.
Pablo
me guio directamente hacia los baños, esta vez sin detenerse.
Entramos juntos en el de mujeres, que, para mi alivio, estaba
desierto. Él me condujo directamente al cubículo más grande,
cerrando la puerta tras nosotros con un suave y definitivo clic. La
luz fluorescente del baño pareció demasiado brillante, demasiado
reveladora, después de la oscuridad protectora de la sala. Me apoyé
contra la pared fría, mi cuerpo aún estremeciéndose por la
incesante estimulación del vibrador. La anticipación de lo que
vendría a continuación era casi tan abrumadora como el placer que
me estaba consumiendo.
Pablo
se agachó frente a mí, su mirada intensa y cargada de propósito.
Mis piernas se abrieron instintivamente ante su gesto, y con una
delicadeza precisa, extrajo el vibrador. El súbito cese de la
estimulación me dejó con un anhelo punzante. Luego, se incorporó,
me besó suavemente los labios, un toque tierno que contrastaba con
la ferocidad de mi deseo. Mirándome a los ojos, susurró:
—
Lo
has hecho muy bien, mi sumisa. Estoy orgulloso de ti. Ahora voy a
darte tu premio.
Oí
el inconfundible sonido de la cremallera de su pantalón bajando. Mis
piernas se separaron aún más, casi por reflejo, y el roce tibio de
su glande en mi entrada me arrancó un gemido ahogado.
— Dime
lo que quieres, mi sumisa — ordenó, su voz profunda, una
invitación a la súplica.
— Quiero
que me hagas tuya, Amo — musité, mi voz apenas un hilo de sonido,
cargada de una necesidad imperiosa.
Y
sin más preámbulos, sentí el deslizamiento lento y poderoso de su
polla dentro de mí. Todo mi cuerpo se tensó con la embestida, la
sensación de plenitud y posesión abrumadora. De nuevo era suya,
completamente suya. Y en ese instante, en la intimidad de aquel
cubículo, él también era mío, dos cuerpos fundiéndose en uno
solo, reclamándose mutuamente en una danza ancestral.
Le
rodeé con mis piernas, mis muslos aferrándose a su cintura, y por
unos segundos preciosos, permanecimos inmóviles, fundidos en un
abrazo poderoso. Pude sentir cada músculo de su cuerpo, la conexión
instantánea que nos unía de nuevo. Luego, comenzó a moverse,
lento, cadencioso, mientras su aliento cálido me susurraba al oído:
— He
deseado esto tantas veces y durante tanto tiempo, mi sumisa.
— Soy
tuya, Amo — reafirmé, la verdad de mis palabras resonando en cada
fibra de mi ser.
Y
eso era exactamente lo que sentía: que de nuevo, era suya. Todo el
placer y el deseo que había sentido cinco años atrás, esa chispa
inconfundible, seguía allí, latente, esperando ser reavivada. Pablo
me penetró, moviéndose con una lentitud exquisita, haciendo que su
verga saliera y volviera a entrar una y otra vez, con una suavidad
que me enloquecía. El placer comenzó a crecer en mí, despacio,
subiendo de intensidad con una lentitud tortuosa que poco a poco me
llevó de nuevo a la cúspide. Las olas del orgasmo
se
formaban, cada vez más grandes, más demoledoras.
Pablo
aceleró el ritmo, sus embestidas se volvieron más profundas y
urgentes, empujándome sin piedad hacia el borde. Mis gemidos se
hicieron más fuertes, incontrolables, ahogados solo por la tela de
su camisa contra la que escondía mi rostro. Mi cuerpo entero
temblaba, y sentí que cada fibra de mi ser se tensaba hasta el punto
de ruptura. La presión en mi interior se volvió insoportable,
deliciosa, mientras mi clítoris,
ya tan sensible, se frotaba una y otra vez con cada empuje.
Entonces,
la primera convulsión me golpeó. Un grito ahogado escapó de mi
garganta mientras mis músculos se contraían en espasmos, mi espalda
se arqueaba y las olas del orgasmo
me sacudían sin control. Me aferré a Pablo con todas mis fuerzas,
sintiendo cómo mi cuerpo se convulsionaba, una y otra vez, en un
placer tan intenso que me nubló la vista y el oído. Él me sostuvo
firmemente, sus propias caderas empujando una última vez con fuerza,
uniéndose a mi liberación. Sentí su calor, la eyaculación dentro
de mí, añadiendo una nueva capa a la avalancha de sensaciones.
El
temblor disminuyó lentamente, dejándome débil y sin aliento, pero
completamente satisfecha. Mi cuerpo se sentía ligero, agotado, pero
una paz profunda se extendió por cada rincón de mi ser.
El
temblor disminuyó lentamente, dejándome débil y sin aliento, pero
completamente satisfecha. Mi cuerpo se sentía ligero, agotado, pero
una paz profunda se extendió por cada rincón de mi ser. Pablo se
apartó un poco, sus ojos oscuros me escudriñaban con una mezcla de
posesión y admiración.
— Gracias,
Amo — susurré, la voz aún ronca por los gemidos.
Él
sonrió, una sonrisa de satisfacción que prometía mucho más. Se
abrochó el pantalón con movimientos tranquilos mientras yo, con
manos temblorosas, me alisaba el vestido. El vibrador, ahora inerte,
había desaparecido de mi vista, un secreto entre nosotros. Me miré
en el reflejo de las baldosas , intentando recomponerme. Mis labios
estaban ligeramente hinchados, mis mejillas sonrojadas, pero mis ojos
brillaban con una luz nueva, una mezcla de placer y una incipiente
devoción. Pablo me observaba en el reflejo de las baldosas, su
propia expresión relajada, casi triunfante.
Salimos
del cubículo y nos dirigimos a la zona de los lavabos. El baño
seguía vacío, afortunadamente. Me mojé la cara con agua fría,
intentando disipar la niebla de excitación que aún envolvía mi
mente. Él se lavó las manos con calma, sin dejar de observarme por
el rabillo del ojo. La complicidad entre nosotros era palpable, una
burbuja invisible que nos aislaba del mundo exterior.
Al
salir del baño, el bullicio del cine nos golpeó de nuevo. La gente
pasaba a nuestro lado, ajena a la intensidad de lo que acababa de
ocurrir a solo unos metros. Pablo deslizó su mano discretamente en
la parte baja de mi espalda, un toque que era casi una caricia, pero
que para mí era un claro recordatorio de su dominio.
Volvimos
a nuestros asientos como si nada extraordinario hubiera sucedido,
aunque la trama de la película ya no importaba. El resto del film
transcurrió en un extraño silencio, cargado de un significado
tácito. Yo apenas asimilaba las imágenes; mi mente estaba revuelta
con la magnitud de lo que había vivido. La osadía, la intensidad,
la familiaridad con la que Pablo había reclamado ese lugar en mi
vida. Él, por su parte, parecía relajado, disfrutando del resto del
film, como si el intermedio en el baño fuera la parte más natural
de la cita.
Cuando
las luces se encendieron y la gente comenzó a salir, Pablo se puso
de pie y me esperó. Me acompañó fuera del cine, hacia la fresca
noche. El aire me sentó bien, disipando un poco la bruma de
excitación.
— Gracias
por esta noche, Pablo — dije, intentando que mi voz sonara lo más
normal posible.
Él
se detuvo frente a mí, bajo la tenue luz de una farola. Su expresión
era seria, pero sus ojos brillaban con una promesa.
— No
hay nada que agradecer, mi sumisa. Esto es solo el principio. Quiero
verte de nuevo, y quiero que hablemos sobre esto, sobre lo que
significa para nosotros. Quiero que establezcamos nuestras
reglas.
Asentí,
la anticipación haciendo que mi corazón se acelerara de nuevo. No
había vuelta atrás, ni quería que la hubiera.
— Estaré
esperando, Amo — respondí, las palabras saliendo de mis labios con
una naturalidad que me sorprendió incluso a mí misma.
Pablo
sonrió, una sonrisa que era tanto una promesa como una advertencia.
— Te
llamo mañana, entonces.
Se
inclinó y depositó un beso casto en mi frente, un gesto que
contrastaba poderosamente con la intensidad de lo vivido minutos
antes, pero que confirmaba su posesión.
Lo
vi marcharse, y cuando desapareció de mi vista, me permití tocarme
los labios, que aún me palpitaban. La noche había sido mucho más
que un reencuentro. Había sido una resurrección de deseos, el
primer paso hacia una entrega que prometía ser tan profunda como
liberadora. El deseo
oculto
que creí perdido, había renacido con más fuerza que nunca.