Al
salir de la biblioteca, las palabras de Fernando resonaban en mi
cabeza: "Cuando termines con él, te estaré esperando aquí".
No había duda a dónde me dirigía. Con pasos firmes, caminé por el
silencioso pasillo hasta su despacho. La puerta estaba cerrada, así
que llamé.
— Adelante,
querida — me invitó su voz grave desde el interior, una
invitación que prometía mucho más que una simple conversación.
Al
abrir la puerta, Fernando rompió en un aplauso lento y deliberado.
— ¡Bravo!
Este chico se ha superado a sí mismo — exclamó, con una
satisfacción palpable en su voz. — Vamos, ven aquí, quiero oler
tu sexo.
Obedecí
sin dudar, cerrando la puerta tras de mí, el sonido sordo resonando
en el despacho. Me acerqué a él, la anticipación tensando cada
músculo, y con un movimiento familiar, me senté sobre su mesa de
escritorio, abriendo mis piernas ante su mirada.
Él
se inclinó, su rostro bajando lentamente hasta quedar entre mis
muslos abiertos. Pude sentir su aliento cálido rozar mi intimidad, y
el olor de mi propio deseo, mezclado ahora con los rastros de Pablo y
Toni, se volvió abrumador. Fernando aspiró profundamente, un gemido
bajo escapándose de sus labios. Su lengua se deslizó, húmeda y
experta, probando la piel sensible, haciéndome temblar al instante.
— Uhm...
delicioso, querida — murmuró contra mi sexo, su voz ronca y llena
de una satisfacción que me erizó la piel.
Sus
dedos hábiles se abrieron paso, hurgando entre los pliegues húmedos,
encontrando los puntos más sensibles. Un gemido profundo escapó de
mi garganta mientras mis caderas se alzaban instintivamente, buscando
más de su toque.
Sentí
el calor de su aliento mientras me observaba, su rostro aún oculto
entre mis piernas.
— Todavía
hueles a ellos. Eso me gusta. — Su voz era un susurro posesivo, y
el placer que provocaba se mezclaba con una punzada de sumisión
absoluta.
Podía
sentir el peso de su mirada en cada centímetro de mi piel, aunque
mis ojos no pudieran verlo. Él era mi Amo, el que orquestaba mis
placeres, el que me empujaba a límites que nunca imaginé. Él que
me obligaba a hacer aquello y cada vez me resultaba más repugnante y
más difícil obedecer a sus designios, pero él me conocía tan
bien, sabía como provocarme aquel placer y quizás por eso, sucumbía
a sus deseos.
Su
lengua continuó su exploración, subiendo y bajando, cada lametón
más audaz que el anterior. Gemí, mi cabeza cayendo hacia atrás
mientras mis manos se aferraban al borde de la mesa, mis dedos
apretando la madera pulida. La mezcla de su aroma, el de los chicos,
y mi propio excitado olor era un cóctel embriagador. Sentí el
cosquilleo familiar de la excitación creciendo, un nudo apretándose
en mi vientre.
Fernando
se irguió un poco, sus ojos oscuros clavados en los míos. Una
sonrisa lenta y depredadora se dibujó en sus labios.
— Parece
que te ha gustado el juego de hoy, ¿verdad, querida? — Su voz era
un ronroneo bajo, una confirmación de su poder sobre mí. Que esta
vez me sonó como la risa de una hiena. Repugnante y depravada.
No
pude responder con palabras, solo un jadeo. Él no necesitó más.
Con un movimiento rápido y experto, desabrochó su pantalón. Su
erección saltó, dura y palpitante, invitándome. Mi cuerpo
reaccionó por sí solo, mis caderas se alzaron, ofreciéndome a él.
Sin una palabra más, me tomó, penetrándome con una fuerza que me
hizo arquear la espalda. El calor y la plenitud de su entrada eran un
alivio, un retorno a la familiaridad de nuestro propio juego.
Sus
manos se aferraron a mis caderas, controlando el ritmo, sus
embestidas profundas y poderosas. El despacho, silencioso unos
momentos antes, ahora se llenaba con el sonido de nuestros cuerpos
chocando, el jadeo de mi aliento y los gruñidos guturales de
Fernando. Estaba en su escritorio, en su territorio, completamente
suya.
El
ritmo de Fernando no se precipitó. Aunque sus embestidas eran
profundas y llenas de poder, mantenía un control absoluto, negándome
el clímax que mi cuerpo ya anhelaba con desesperación. Sus ojos no
dejaban los míos, una mezcla de dominación y un placer frío que me
hacía arder. Mis caderas se alzaban instintivamente para
encontrarlo, pero él ajustaba su ritmo, me elevaba solo para dejarme
caer de nuevo, sin permitir que la ola me arrastrara del todo.
— Te
gusta que ellos te usen, ¿verdad, perra? — susurró, su voz ronca
contra mi boca.
El
aire se hizo más denso con la tensión. Mi respiración era un jadeo
constante, el placer acumulado se convertía en una agonía
exquisita. Sabía que no me dejaría llegar, no todavía. Esto no era
solo una descarga, era una lección, una demostración de poder.
Quería que sintiera cada segundo, cada embestida, cada ápice de
control que ejercía sobre mi cuerpo y mi mente. Era su juego, y yo
era su pieza, su sumisa. Y Pablo y Toni sólo habían sido sus
juguetes.
De
repente, se detuvo. Dentro de mí, inmóvil, pero su presencia seguía
siendo abrumadora. Mis músculos se contrajeron a su alrededor,
rogando por más, por la liberación. Pero él solo me observaba, su
sonrisa sutil prometiendo un tormento aún mayor.
— Fernando,
por favor — supliqué. Eso era lo que él quería, que suplicara.
Le encantaba verme suplicar.
Permanecía
inmóvil dentro de mí, su presencia un peso dulce y opresivo. Mi
respiración seguía entrecortada, mis músculos tensos, rogando por
el movimiento que él negaba. Fernando sonrió, una sonrisa cinica y
descreida.
— Quiero
que lo sientas todo, Luz — susurró, y esta vez, en lugar de
continuar con las embestidas, comenzó a girar lentamente dentro de
mí. Era una tortura exquisita, la cabeza de su polla girando contra
mi clítoris interno, rozando cada pared de mi vagina con una
lentitud que me llevó al borde de la locura. Mis caderas se alzaban
por sí solas, intentando presionar más, buscando el alivio que él
dosificaba con maestría.
Mis
manos se aferraban a los bordes de su escritorio. Podía sentir el
temblor que me recorría. No era solo placer; era una entrega total,
una rendición a su control absoluto. Cada giro, cada fricción
interna, era una prueba de su dominio. Mi cuerpo respondía a su más
mínimo movimiento, esclavo de las sensaciones que él creaba.
— ¿Lo
sientes, perra? — preguntó, su voz un murmullo grave y satisfecho
— Así es como te controlan, ¿verdad? Con el placer. Es una cadena
más fuerte que cualquier otra. Y te gusta que él te llame perra
¿verdad?
El
placer se volvía una agonía exquisita. Cada giro de su polla dentro
de mí era un recordatorio de la verdad de sus palabras: el placer
era, en efecto, una cadena poderosa. Mis gemidos eran apenas
susurros, mi garganta apretada por la intensidad. Mis caderas seguían
levantándose, buscando ese punto de quiebre que él se negaba a
darme, una y otra vez. Podía sentir el sudor perlado en mi frente,
mi cuerpo temblaba.
De
repente, detuvo el giro. Y en lugar de embestir, sentí que sus dedos
subían por mis muslos, explorando. Se detuvo en la parte interna,
justo donde el vello comenzaba, y luego, con una presión suave pero
firme, me apartó ligeramente de él. Mis piernas, que aún lo
rodeaban, cayeron un poco, exponiéndome aún más.
Sus
ojos, que nunca se habían apartado de los míos, brillaban con una
promesa.
— Aún
no, querida — susurró, y luego se retiró de mí con una lentitud
que me arrancó un gemido de frustración.
El
aire frío me golpeó al salir de mi cuerpo, un contraste cruel con
el calor que había estado allí.
Se
reclinó en su silla, observándome con la misma sonrisa serena de
siempre, mientras yo permanecía sobre la mesa, con las piernas
abiertas y el cuerpo tembloroso, completamente expuesta y sin
aliento.
— Vístete,
perra, y ya puedes irte — me ordenó impertérrito.
Bajé
de la mesa, sintiéndome débil, un mero juguete en sus manos. Porque
eso era, de verdad, un simple objeto para él, con el que hacía lo
que quería, con el que satisfacía sus más bajos instintos. Y en
ese preciso instante, tomé una decisión. Me puse la gabardina y,
justo antes de salir del despacho, lo solté:
— Fernando,
quiero dejar de ser tu sumisa. Lo nuestro ha terminado.
— ¿Terminado?
— Fernando soltó una risa seca, sin humor, mientras yo terminaba
de abotonar mi gabardina. Se levantó de su asiento, sus ojos fijos
en los míos con una intensidad que intentaba perforar mi recién
encontrada resolución. — No puedes decidir eso, Luz. Esto no
funciona así. Eres mía, mi sumisa. Siempre lo has sido.
Di
un paso atrás, negándome a ceder.
— No,
Fernando. Esto no funciona así para ti. Pero para mí, sí. He
tomado una decisión. Y no la vas a cambiar. — Mi voz, aunque aún
temblorosa, se mantenía firme.
— ¿Por
qué Luz? ¿Qué pasa?
— No
sé, pero ya no es como antes, tú, te has vuelto tan posesivo, tan…
no sé, esto no es lo que yo quiero, lo que yo buscaba.
Él
me observó, su mandíbula tensa. Hubo un momento de silencio, un
duelo de voluntades en el aire cargado del despacho. Podía ver la
lucha interna en sus ojos, la resistencia a soltar el control que
había ejercido sobre mí durante tanto tiempo. La frustración y la
rabia se mezclaban en su mirada, pero lentamente, una resignación
amarga comenzó a asentarse.
— Te
has enamorado de él ¿verdad? — me preguntó refiriéndose a
Pablo. Ni siquiera le respondí.
Finalmente,
suspiró, un sonido pesado que llenó el espacio. Su mirada se desvió
por un instante, y cuando volvió a fijarse en mí, la intensidad
había disminuido, reemplazada por una frialdad distante.
— Muy
bien, Luz — dijo, su voz ahora carente de emoción, el tono de Amo
sustituido por el del director. — Si es lo que quieres. Lo
nuestro... ha terminado.
Se
dio la vuelta, dándome la espalda, una señal clara de que la
conversación había concluido. Me quedé inmóvil un momento, el
silencio resonando con el peso de sus palabras. Luego, sin decir una
palabra más, me di la vuelta y salí del despacho, cerrando la
puerta detrás de mí con una suavidad que contrastaba con la
tormenta que acababa de vivir. El pasillo estaba vacío y silencioso,
reflejando el vacío que sentía, mezclado con una extraña sensación
de libertad.