—Ven a mi despacho ahora mismo — me ordenó sin preámbulos.
Mi corazón se disparó, latiendo a mil por hora. ¿Le habría gustado la escena con Pablo en las duchas del gimnasio? Caminé por el pasillo, los nervios a flor de piel, hasta su despacho. La puerta estaba abierta cuando llegué, y lo encontré sentado tras su mesa, su figura imponente.
— ¿Señor? — logré musitar, la voz apenas saliendo de mi garganta.
— Entra. Lo has hecho muy bien, mi sumisa. Lo tienes justo donde lo queríamos. Me encanta verte follar con él. Es justo lo que yo quería — su voz ronroneó, disipando de golpe el nudo de miedo que había sentido. Una sonrisa satisfecha se extendió por mi rostro; complacer a mi Amo era mi mayor recompensa.
—Ven aquí, mi sumisa.
Me acerqué a él, mis pasos firmes, y me senté sobre la superficie fría de la mesa mientras él permanecía en su silla, observándome. Abrió mis piernas con suavidad, y su rostro se acercó a mi sexo. Inspiró profundamente, sus fosas nasales dilatándose.
— ¡Uhm, hueles a su sexo!— su voz se volvió grave, casi gutural. Metió dos dedos entre los pliegues húmedos de mi carne, penetrándome con una lentitud que me hizo gemir. — Su semen aún está ahí. Buff, me pongo tieso solo de pensarlo. Baja.
Bajé de la mesa al instante, dándole la espalda. Sabía perfectamente lo que quería, lo que estaba a punto de hacer.
Sentí sus manos en mis caderas, atrayéndome hacia él hasta que su erección se posó firme contra mis nalgas. El roce era una promesa, un fuego que se encendía de nuevo con la familiaridad de su deseo. Sus dedos exploraron la hendidura entre mis nalgas, untándome con el rastro húmedo de mi anterior encuentro. Un gemido se escapó de mis labios cuando el pulso de su polla me rozó, una invitación que no pude ignorar.
Luego, con un empuje lento y deliberado, sentí cómo se deslizaba dentro de mí. Suspiré, el aire atrapado en mis pulmones mientras me llenaba. Él no se movió de inmediato, solo me sostuvo con fuerza, permitiendo que la sensación de estar unidos de nuevo me invadiera por completo. La lentitud era una tortura deliciosa, cada segundo una eternidad de anticipación.
— Eres solo mía, sumisa. Y te gusta, ¿verdad? — susurró, su voz ronca contra mi oído, mientras comenzaba a moverse, sus embestidas firmes y rítmicas. Cada empuje me obligaba a inclinarme más sobre la mesa, mis manos apoyadas en el frío pulido de la madera, mi cuerpo respondiendo sin control a su voluntad.
— Sí, soy tuya, Señor — confirmé. Aunque empezaba a sentir que ya no era así, algo había cambiado, sus juegos, hacer que me acostara con otros hombres estaba haciendo que nuestra relación se resquebrajara, que lo que sentía por él se diluyera. Además, estaba Pablo y la conexión que tenía con él, que cada vez se hacía más grande, más fuerte, y me satisfacia más.
El ritmo de sus embestidas se hizo más urgente, llenando el despacho con el sonido de nuestros cuerpos unidos, el jadeo de mi aliento y sus propios gruñidos de placer. Mis manos se aferraban a la mesa de madera, mis nudillos blanquecinos por la tensión, mientras mis caderas se alzaban para encontrar cada uno de sus movimientos. La gabardina, arrugada sobre mi cintura, apenas ofrecía una barrera contra la frialdad del aire en mi piel expuesta, una contradicción que solo avivaba el fuego dentro de mí.
Cada embestida profunda era un recordatorio de su poder, de su posesión, y en medio de la humillación que se avecinaba fuera de estas paredes, aquí, en la intimidad de su despacho, me sentía extrañamente segura, completamente suya. Mis músculos internos se contraían a su alrededor, absorbiendo cada centímetro de su polla, y el placer se acumulaba, una ola imparable que amenazaba con arrastrarme.
Él lo sintió. Su ritmo se intensificó aún más, una furia desenfrenada que me llevó al límite. Mis piernas temblaron incontrolablemente, y un grito ahogado escapó de mi garganta mientras el orgasmo me sacudía con una violencia exquisita. Mi cuerpo se arqueó, la espalda tensa, y sentí un torrente de calor expandirse desde mi centro, empapando la superficie de la mesa. Justo cuando mis convulsiones empezaban a calmarse, Fernando soltó un gemido gutural y profundo, su cuerpo se tensó contra el mío, y se corrió dentro de mí, caliente y abundante.
Permanecimos un momento, unidos, jadeando, el único sonido en el despacho el de nuestras respiraciones agitadas. El silencio se posó, denso y cargado con el eco de nuestra pasión. Lentamente, él se retiró, el aire frío golpeando mi piel donde antes había estado su calor. No hubo palabras, solo una mirada intensa que lo decía todo: la posesión, el placer, y la inminente tempestad que enfrentaríamos juntos, o por separado. Me ayudó a bajar de la mesa y, sin más, me ajusté la gabardina, sintiendo el peso de la realidad volver sobre mis hombros
— Puedes irte a casa, Luz — dijo, su voz ya recuperando el tono formal de director. — Nos vemos mañana.
— Hasta mañana, Señor.
Salí del despacho sintiendo el peso de su mirada en mi espalda, pero también una extraña ligereza. La adrenalina aún corría por mis venas, mezclada con el agotamiento. El instituto estaba sumido en un silencio opresivo, y la caminata hacia la salida se sintió como un sueño. Al llegar a mi apartamento, me desplomé en el sofá, intentando procesar la avalancha de emociones y los eventos de las últimas horas. Estaba agotada, y sólo quería meterme en la cama y descansar. Me tomé un pequeño sándwich para cenar y me fui directamente a la cama.
A la mañana siguiente, me levanté sintiéndome extrañamente renovada, como si la noche anterior hubiera purificado algo en mi interior. Una ducha caliente despejó los últimos vestigios de sueño, y me vestí con la certeza de que este día no sería como los demás. Mi mente bullía con la anticipación de lo que Pablo y Fernando me tendrían reservado. Era cierto que, desde que Pablo había asumido su rol de "Amo" en nuestros encuentros, la figura de Fernando, mi otro Amo y director, comenzaba a desdibujarse un poco en el primer plano de mis fantasías.
Cuando llegué al instituto, mi corazón ya palpitaba con una excitación inusual. Cada paso por el pasillo era una pregunta, una expectativa de lo que el día depararía. No tardaría en obtener respuestas. Al entrar en mi clase, mis ojos buscaron a Pablo, y al encontrarlo, me recibió con una sonrisa radiante, un destello de pura satisfacción en sus ojos.
— Buenos días, Srta. Luz, hoy la veo más guapa — dijo, su voz un susurro que solo yo podía descifrar entre el murmullo de los alumnos.
— Gracias, Pablo. Todos a sus lugares, vamos a empezar la clase — respondí, mi voz profesional, pero mi interior vibraba con la complicidad de su mirada. El juego continuaba, y la emoción de lo prohibido me consumía.
La clase transcurrió con la habitual monotonía, al menos en apariencia. Mi mente, sin embargo, estaba lejos de las lecciones, expectante. Pablo, sentado en la tercera fila, parecía concentrado en sus apuntes, pero sus ojos brillaban con una picardía apenas contenida cada vez que nuestras miradas se cruzaban. El tiempo se estiraba, y la anticipación me carcomía por dentro.
Entonces, casi al final de la hora, ocurrió. Pablo se levantó para "afilar su lápiz" y, al pasar por mi escritorio, dejó caer disimuladamente un pequeño trozo de papel. Mi corazón dio un vuelco. Lo recogí con rapidez, mis dedos rozando la suave textura, y lo desdoblé discretamente bajo el pupitre. La caligrafía de Pablo era inconfundible: "Biblioteca. 19:30. Ponte la gabardina." Un escalofrío me recorrió. La cita estaba confirmada.
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