El zumbido monótono de las voces de mis alumnos llenaba el aula, pero para mí, aquel martes era todo menos normal. Me apoyé en mi escritorio, fingiendo revisar unos papeles, mientras mi mirada, casi por inercia, buscaba a Pablo. Él estaba allí, en su pupitre habitual, con la misma expresión concentrada de siempre, pero algo en el aire había cambiado irrevocablemente.
Cada vez que nuestros ojos se cruzaban, aunque fuera por una fracción de segundo, un escalofrío me recorría. Era una chispa casi imperceptible, un destello de complicidad prohibida que solo nosotros dos podíamos descifrar. Me obligaba a desviar la mirada rápidamente, a concentrarme en la pizarra, en las preguntas de otros alumnos, pero era inútil. La imagen de él arrodillado, su voz ronca... todo volvía una y otra vez.
Pablo, por su parte, parecía más tranquilo, casi victorioso. De vez en cuando, lo pillaba observándome, y una leve sonrisa, apenas un esbozo, se dibujaba en sus labios. Era una sonrisa que decía: "Sé lo que pasó. Y tú también". Su presencia en la clase era ahora una constante provocación, un recordatorio silencioso de la tarde anterior. Era como si el aire entre nosotros vibrara con la electricidad de un secreto compartido, y me preguntaba si era la única que lo sentía. La clase se arrastraba, cada minuto un eco del placer y la transgresión, y yo solo deseaba que terminara para poder ordenar mis pensamientos, o quizá... ceder de nuevo a la tentación.
Finalmente, el timbre sonó, liberándonos a todos del incómodo silencio de la clase. Los alumnos comenzaron a salir, y yo recogí mis cosas, intentando parecer ocupada. No quería que Pablo pensara que lo estaba esperando, aunque en el fondo, una parte de mí sí lo hacía. Me dirigí hacia la sala de profesores, pero apenas había avanzado unos pasos por el pasillo cuando lo vi. Él venía en dirección contraria, con una mochila colgada de un solo hombro, los auriculares colgando del cuello y esa expresión despreocupada que solo la juventud puede tener.
Nuestros ojos se encontraron. Esa leve sonrisa volvió a aparecer en sus labios, y esta vez, sentí un rubor subir por mis mejillas. No se detuvo, pero al pasar a mi lado, su mano rozó mi brazo de forma tan sutil que nadie más podría haberlo notado. Fue solo un segundo, un contacto fugaz, pero una chispa eléctrica recorrió mi piel. Justo cuando pensé que seguiría su camino, me susurró, con una voz tan baja que apenas la oí, pero lo suficientemente clara como para que se grabara en mi mente:
— Señorita Luz, necesito hablar con usted.
— Ven a última hora a mi despacho — le propuse sintiendo como mi sexo se excitaba con la sola idea de pensar que estaría de nuevo con él.
Ni siquiera sé por qué le hice esa petición. Sabía que no era una buena idea, que rayaba en la locura, pero el ardiente deseo de revivir lo que había sentido en nuestro primer encuentro me consumía por completo. Me había gustado, y lo quería de nuevo, con una intensidad que ignoraba toda razón.
Lo esperé en mi despacho. Las clases habían terminado hacía rato, y el silencio de un instituto vacío se extendía por los pasillos. Todos los alumnos y profesores se habían marchado, dejando atrás una calma que solo aumentaba mi nerviosismo. Oí sus pasos acercándose, lentos y deliberados, y mi corazón se aceleró al compás de cada uno. Luego, el suave repicar de sus nudillos en la puerta.
—Adelante — dije, mi voz apenas un susurro cargado de anticipación.
La puerta se abrió y él apareció, con una pequeña mueca de decepción cruzando su rostro. Cerró la puerta con la llave, el clic resonando en el silencio del despacho, mientras decía:
— Pensé que me recibirías desnuda como la otra vez.
—¡Oh, yo, no, lo siento, Señor! — respondí de inmediato, deslizándome de nuevo en mi papel de sumisa.
— Desnúdate, vamos — me ordenó con firmeza — Hoy tengo un juego especial para ti.
Mis ojos fijos en los suyos. Me levanté de la silla, y empecé a desnudarme despacio, cada prenda que caía al suelo bajo su mirada atenta se sentía como una ofrenda. Él me observaba con una sonrisa lenta y satisfecha que me hizo arder la piel. Vi que llevaba una bolsa en su mano derecha, y cuando estuve completamente desnuda, su voz grave resonó en el silencio:
—Toma, ponte esto, vamos a dar una vuelta por el parque.
Tomé la bolsa, la curiosidad mezclada con una creciente excitación. De ella saqué una gabardina corta de color arena, de tela ligera. Me la puse, sintiendo cómo apenas rozaba mis muslos, una insinuación más que una cubierta, llegando justo por debajo de mis nalgas, dejando el resto de mi cuerpo deliciosamente expuesto a la imaginación.
—¿Quieres que salga así a la calle y que paseemos por el parque? — le pregunté con asombro y una punzada de miedo.
— Así es, putita, quiero exhibirte, que vean la puta tan guapa que tengo — dijo con un deje de superioridad que me hizo temblar, una promesa de humillación pública que extrañamente me encendía.
No sabía que quería hacer, pero dejé que me llevara, que me guiara y me puse la gabardina. Vi que en el fondo de la bolsa había también un collar muy parecido a los que se usan para pasear a los perros y una cadena. Los sacó de la bolsa y me lo puso el mismo. Yo iba a protestar, pero él poniendo su dedo en mi boca dijo:
— Ni una palabra, aquí mando yo, tu eres mi perra hoy y como tal te llevaré de paseo por el parque.
Aquella situación, aunque me intimidaba, también me excitaba por lo que dejé que lo hiciera. Salimos a la calle por la puerta trasera del colegio, para no ser vistos. Pablo me llevaba tirando de la cadena. Entramos en el parque, era un parque grande, lleno de vegetación y caminos laberínticos. Gracias a Dios, era ya tarde y empezaba a anochecer, por lo que no había mucha gente, pero los pocos que había nos miraban como si fuéramos extraterrestres. Sentí sus miradas, algunas de asco sobre mí, oí una pareja que pasó por nuestro lado, que ella le decía a él: ”Mira que tía más puta y con ese jovencito”. Pablo también había oído el comentario, se giró para mirarme y luego, al volverse, se puso tieso y con una expresión de orgullo y siguió tirando de mí por los caminos del parque.
El collar y la cadena se sentían extrañamente naturales alrededor de mi cuello. Cada vez que Pablo tiraba suavemente, un escalofrío me recorría. No era solo el frío del atardecer o la brisa que se colaba bajo la gabardina; era la mezcla de humillación y excitación que me invadía. Mis pasos se sincronizaban con los suyos, mis ojos, acostumbrados a mirar al frente con autoridad, ahora se mantenían más bajos, como esperando una señal, una orden.
Él no decía mucho. A veces, simplemente tiraba de la cadena en una dirección u otra, y yo obedecía. Podía sentir sus ojos sobre mí, disfrutando de la vista, del poder que ejercía. Era como si el collar fuera un interruptor, transformándome de profesora a algo más primal, más entregado a su voluntad. Escuchaba su respiración, el crujido de las hojas bajo nuestros pies, y el lejano murmullo de la ciudad que nos parecía ajeno.
En un momento, Pablo se detuvo bruscamente, me llevó fuera del camino, hacia un árbol, tras el que nos colocamos, él tiró de la cadena con más fuerza, haciéndome caer de rodillas sobre la hierba húmeda. Gracias a Dios, había unos matorrales que llegarían a media altura que nos tapaban un poco. Mi corazón se disparó. Pensé que me reñiría, que me castigaría, pero solo me miró con esa sonrisa enigmática.
— ¿Estás disfrutando de tu paseo, perra? — susurró, su voz baja y llena de una autoridad que me erizó la piel.
— Sí, Señor — respondí sintiendo como la excitación me recorría.
— Bien, pues ahora saca mi polla de ahí — dijo señalando su bulto bajo el pantalón — y chúpamela, perra.
Jadeé con excitación, moviendo mis manos temblorosas hacía su sexo, le desabroché el pantalón, primero el cinturón, después el botón y por último la cremallera. Su sexo saltó fuera del pantalón tejano. Lo cogí con una de mis manos, acariciándolo suavemente. Elevé mi mirada hacía Pablo y él desde su ojos autoritarios, me indicó que podía empezar. Acerqué mis labios, abriendo la boca, saqué la lengua y lamí el glande. Vi como Pablo se estremecía, y agachándose sobre mí, me desabrochaba los dos primeros botones de la gabardina.
— Así estás mas sexy, perra.
Un ruido me alertó. Pasos. Un miedo repentino me invadió y me aparté un poco de Pablo.
— ¡Ssshh! Tranquila, es un gato — susurró él, y luego, con la voz más grave — sigue con lo tuyo, perra.
Respiré hondo, intentando calmarme, y de nuevo acerqué mi boca a su glande, lamiéndolo con una suavidad que prometía más. Sentí su mano atrapar mi pelo con una firmeza que me hizo jadear, y luego tiró, guiando su erección más profundamente dentro de mi boca.
— ¡Chúpala, te he dicho, perra!
Comencé a chupar, sintiendo cómo mi sexo respondía, llenándose de mis propios jugos. La forma en que Pablo me trataba, esa humillación tan suya, no hacía más que avivar mi excitación. Me gustaba. Me sumergía en un estado de servilismo hacia él, que me resultaba profundamente placentero.
Después de varias embestidas profundas dentro de mi boca, Pablo susurró, su voz ronca:
—Para, perra, o harás que me corra.
Saqué su sexo de mi boca y volví a observarlo. Su rostro, marcado por la satisfacción, me hizo sentir que lo estaba haciendo bien, que aquello era exactamente lo que él deseaba.
—Ven — me ordenó, haciéndome girar para quedar de espaldas a él.
Me subió la gabardina por encima de mis caderas hasta mi cintura. Sus manos acariciaron la curvatura de mis glúteos con una lentitud que me hizo jadear, y luego, con un empuje decidido, sentí su polla erecta penetrarme con una familiaridad embriagadora.
Sus manos se aferraron con firmeza a mis caderas, y un ritmo poderoso comenzó, sus embestidas profundas obligándome a inclinarme, a buscar apoyo en el tronco rugoso que tenía delante. Cada impacto resonaba en mi cuerpo, una invitación salvaje a la entrega.
Pablo intensificó sus embestidas, impulsándome con una urgencia creciente contra la aspereza del tronco. Sentía la gabardina subida y arrugada en mi cintura, y el aire fresco de la tarde en mi piel expuesta, un contraste que avivaba la excitación. Cada empuje suyo me arrancaba un jadeo ronco, que se perdía en el murmullo casi inaudible del parque. Mis dedos se aferraban desesperadamente a la corteza del árbol, buscando un anclaje mientras mi cuerpo se arqueaba, rindiéndose al ritmo implacable de su placer.
Él no decía nada, solo emitía pequeños gruñidos de satisfacción. Podía sentir el control absoluto en sus manos sujetando mis caderas, en la fuerza con la que me poseía. La humillación de estar allí, en el crepúsculo de un parque público, a la vista de cualquiera que decidiera mirar más de cerca, era una droga extraña que alimentaba mi propia excitación. Mi sexo estaba en llamas, cada embestida una chispa más intensa.
Justo cuando sentí que el clímax se acercaba, él se detuvo un momento, su cuerpo tenso contra el mío. Luego, con un tirón de mis caderas, me hizo girar ligeramente, exponiendo mi perfil al camino cercano. Por un instante, el pánico me invadió al ver a una pareja de ancianos paseando a lo lejos, ajenos a nuestra silenciosa transgresión. Pablo me miró por encima del hombro, sus ojos brillando con una satisfacción animal, antes de reanudar sus embestidas, ahora más salvajes, como si el riesgo añadiera un nuevo nivel de placer a nuestro acto.
Las embestidas de Pablo se volvieron frenéticas, cada empuje era una estocada profunda que me llevaba al límite. Mi cuerpo, completamente entregado a su ritmo, se arqueaba con cada movimiento, buscando más, pidiendo más. Las manos de Pablo se apretaban en mis caderas, controlando cada centímetro de la penetración, y el tronco del árbol contra mis manos era mi único ancla en el torbellino de sensaciones. La gabardina, subida hasta mi cintura, me ofrecía la libertad y la exposición que mi mente deseaba y temía a la vez.
El aire frío de la tarde se sentía en mi piel desnuda, un contraste que solo intensificaba el calor ardiente que se acumulaba en mi interior. Mis gemidos, ahogados pero urgentes, se mezclaban con su respiración agitada. En ese instante, el mundo exterior desapareció. Solo existíamos Pablo y yo, su polla dura y mi sexo respondiendo a cada uno de sus impulsos. La pareja de ancianos que había visto antes se desvaneció de mi mente, eclipsada por la inminencia del clímax.
Un grito silencioso se formó en mi garganta mientras la tensión insoportable se liberaba en una explosión de placer. Mi cuerpo se convulsionó violentamente, mis piernas temblaron y mis manos se aferraron con desesperación al tronco. Sentí el pulso de mi orgasmo reverberar a través de mí, y justo en ese momento, con un gemido gutural y profundo, Pablo se corrió dentro de mí, caliente y abundante, sus convulsiones uniéndose a las mías.
Por unos segundos, ambos permanecimos inmóviles, unidos, respirando pesadamente. El silencio del parque se sintió distinto, cargado ahora con el eco de nuestro acto. Él se retiró lentamente, el aire frío golpeando mi piel donde antes estaba su cuerpo.
Pablo me ayudó a incorporarme y, sin decir una palabra, me ajustó la gabardina. Su mirada, sin embargo, lo decía todo: una mezcla de satisfacción, triunfo y esa autoridad silenciosa que ya conocía. Me puso el collar de nuevo, tiró suavemente de la cadena, y comenzamos a caminar de regreso hacia la parte trasera del instituto. El paseo de vuelta fue en un silencio diferente, uno de complicidad, sintiendo el peso de lo que acababa de suceder. La adrenalina empezaba a bajar, dejando paso a una mezcla de agotamiento y la persistente punzada de un deseo que, sabía, no tardaría en resurgir.
Pablo tiraba suavemente de la cadena, manteniéndome a su lado, y yo no ofrecía resistencia. El aire fresco de la noche, que antes había avivado mi excitación, ahora parecía enfriar el ardor de mi piel expuesta, recordándome la audacia de lo que habíamos hecho. Al acercarnos a la puerta trasera del instituto, la misma por la que habíamos salido, el corazón me dio un vuelco. Volver a la normalidad después de algo así se sentía irreal.
Entramos en el edificio. Los pasillos estaban desiertos, las aulas sumidas en la oscuridad. El silencio era casi más opresivo que el ruido. Pablo me guio hasta la puerta de mi despacho. Una vez dentro, me soltó el collar y la cadena. El peso de la gabardina volvió a sentirse, cubriendo lo que segundos antes había estado tan expuesto.
— Puedes vestirte — me dijo, su voz de nuevo en un tono más neutro, casi como si nada hubiera pasado, aunque sus ojos todavía brillaban con un conocimiento compartido.
Me vestí rápidamente, mis manos aún temblorosas al abrocharme la blusa y la falda. Mientras recogía mis papeles y metía los exámenes en mi mochila, sentía su mirada sobre mí, pero esta vez era diferente, más observadora que imperativa. Cuando estuve lista, él simplemente asintió.
— Hasta mañana, Señorita Luz — dijo, su voz volviendo a ser la de un alumno cualquiera, pero el "Señorita Luz" sonaba distinto, como un código secreto entre nosotros.
— Hasta mañana, Pablo — respondí, mi voz sonando más firme de lo que me sentía.
Salió del despacho y, sin una palabra más, se marchó por el pasillo. Yo me quedé un momento, sintiendo el eco de su presencia. La soledad del despacho se hizo palpable. Apagué las luces y salí, cerrando la puerta tras de mí. Caminé hacia la salida principal, el frío de la noche ya no me importaba. Solo me preguntaba cuándo, y cómo, volvería a sonar ese "Hasta mañana, Señorita Luz".
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