Conocí
a mi Amo en una exposición de arte, curiosamente, aunque ahora que
sé que él tiene una galería de arte, entiendo que nos conociéramos
allí. Una amiga mía me invitó a su exposición, habíamos sido
amigas desde muy pequeñas con 5 ó 6 años, y ya desde entonces, a
ella le gustaba pintar, de modo que con el tiempo, convirtió lo que
para ella era su hobby en su profesión y se convirtió en una
pintora que empezaba a tener cierto renombre entre los entendidos en
arte y pintura. Como digo, ella, Cloe me había invitado a su
exposición y mientras contemplaba un cuadro de un pintor en el que
se veia a una mujer desnuda, atada a una cruz de San Andrés, él se
me acercó y me dijo:
—
Hermoso
cuadro, ¿verdad?
—
Sí,
precioso.
—
Está muy
bien dibujada la cara de la chica, con esa expresión de deseo y
curiosidad por lo que le espera ¿verdad?
Me
giré hacía él. Era un hombre guapo, alto, de pelo negro e intensos
ojos marrón oscuro. Tendría unos 5 ó seis años más que yo,
calculé. Iba vestido con un elegante traje de color gris marengo que
le quedaba casi como un guante y le hacía parecer aún más
distinguido de lo que parecía.
—
Sí, la
verdad es que sí, es una imagen casi realista — le dije — ¿Quien
es el artista que lo ha pintado?
—
Una
promesa de la pintura, Alberto Albarado.
—
Vaya, por
un momento pensé que quizás eras tu.
—
No,
yo solo le presto el espacio para que expongan y vendo sus cuadros.
Soy Dante de la Vega —
se presentó tendiéndome su mano.
Yo
se la estreché sintiendo como una corriente eléctrica me recorría
cuando nuestros ojos se cruzaron.
—
Lucia
Medina. ¿Eres el dueño de la galería?
—
Efectivamente
—
respondió, mirándome de arriba abajo y posando finalmente su mirada
en mis tetas —
¿Te interesa el BDSM?
—
Bueno, lo
he practicado, sí — le respondí — Deduzco que tú también.
—
Así es,
aunque ahora mismo no tengo sumisa.
—
Yo
tampoco tengo Amo en este momento —
añadí.
Estuvimos hablando un rato, hasta que
él tuvo que atender a algunos clientes. Antes de marcharme me pidió
una cita. Durante unos días salimos, nos conocimos y finalmente me
pidió que fuera su sumisa y yo acepté.
Los
primeros días bajo su dominio fueron una mezcla embriagadora de
anticipación y sumisión. Dante era un amo exigente, pero justo, que
sabía cómo equilibrar el placer y el dolor. Nuestras sesiones eran
intensas, explorando los límites de mi resistencia y mi deseo.
Recuerdo con
especial intensidad nuestra primera sesión, en su galería, un
escenario que aún hoy me hace estremecer. Me había citado para la
inauguración de la nueva exposición de Alberto Albarado, y su
petición fue clara: un vestido largo y elegante, pero sin rastro de
ropa interior. La idea me provocó un torbellino de sensaciones.
Jamás había combinado la sofisticación de un evento así con la
osadía de sentir mi piel desnuda bajo la tela. La incomodidad
inicial se transformó rápidamente en una excitación palpitante,
una anticipación que me hacía arder por dentro. Cuando Dante me
recogió, su mirada recorrió mi cuerpo con una intensidad que me
dejó sin aliento. Supe, en ese instante, que la noche nos depararía
emociones inolvidables. Cuando
llegamos al lugar donde se realizaba la fiesta, antes de salir del
coche, me subió la falda, metió su mano y comprobó si le había
hecho caso con lo de la ropa interior.
— Muy bien, vamos, zorra — me
dijo. Lo que hizo que me excitara más.
Bajamos del coche y entramos en la
galería. Me sentí excitada y a la vez un tanto preocupada. Pues
como no sabía qué me iba a pedir, me preocupaba que fuera delante
de tanta gente.
Tras eso, me presentó al autor de la
exposición y después me dejó con él, mientras él fue a ver y
saludar a otras personas, posibles compradores de aquellos cuadros.
Yo, tras hablar un poco con el autor de los cuadros, decidí dar una
vuelta por la galería observando los cuadros. Estaba en un rincón
de una de las salas, la más alejada de la puerta de entrada y
también la más pequeña, había sólo un par de cuadros en ella, y
casi nadie, excepto yo y otra persona, un hombre mayor.
Sonó mi móvil, lo saqué del pequeño
bolso que llevaba y era J.B, mi amo. Descolgué y lo saludé:
— Hola.
— Hola, preciosa sumisa. Ahora vas a
hacer todo lo que te pida. ¿De acuerdo? Si no lo haces tal y como te
pido, serás castigada. ¿De acuerdo?
— Sí, Señor — le respondí
expectante.
— Bien, date la vuelta y mira hacia
la puerta.
Obedecí y en la puerta de la sala,
apoyado en el marco, estaba él. El hombre mayor acababa de abandonar
la sala, pero por detrás de él pasaba gente. Ambos colgamos la
llamada y yo guardé mi móvil en mi bolso. Y entonces me dijo:
— Levántate la falda y enséñame
tu sexo.
— ¿Aquí, ahora? — le pregunté
con cierta duda, cualquiera podía vernos, por lo que me incomodaba
un poco exhibirme para él de aquella manera.
— Sí, aquí y ahora, hazlo o te
castigaré.
Sabía que hablaba en serio, que lo
haría y que debía obedecerle, así que resignandome lo hice.
— Sí, Señor. — Le respondí y me
subí la falda poco a poco, sólo un poco, por la parte delantera,
traté de hacerlo disimuladamente, para que la gente que pasaba por
detrás de él no se diera cuenta de lo que estaba pasando.
— Muy bien — dijo él al ver mi
sexo asomar por debajo de la falda.
— Ahora tócate un poco. Pasa tus
dedos por tu humedad y luego vienes a mí y me ofreces tus dedos para
que los chupe.
La excitación me
consumía, cada roce me acercaba más al límite. Obedecí, mis dedos
exploraron la humedad que me inundaba, y con la falda aún
ligeramente levantada, me acerqué a él y le ofrecí mis dedos
impregnados de mi esencia. Sus labios los envolvieron con una
lentitud que me hizo temblar. El sonido de su succión resonó en mis
oídos, y la imagen de su boca sobre mi clítoris me hizo sentir un
calor abrasador, una sensación de derretirme por completo.
— Luego te haré mía por completo
—susurró, su voz ronca me erizó la piel—. Pero ahora, tengo
asuntos que atender.
— Sí, Señor —respondí, mi voz
apenas un suspiro.
— Te daré instrucciones —dijo, y
supe que estaba a punto de sumergirme en un juego aún más intenso.
Seguí dando vueltas por la galería,
observando cuadros, cuando vi a un camarero que llevaba una bandeja
con copas de cava, me acerqué y cogí una. Aunque no lo pareciera,
J.B. daba vueltas por la sala sin perderme de vista, observándome,
controlando lo que hacía y adónde iba en cada momento. Pasada casi
una hora me llamó otra vez y me dijo:
— Esto está a punto de terminar,
así que dirígete al piso superior, donde está mi despacho, por la
escalera que hay junto a la puerta de entrada. Allí, cierra la
puerta con el pestillo, desnúdate y espérame desnuda. Cuando llegue
tocaré la puerta tres veces seguidas, ábreme.
— Sí, Señor — le respondí.
Hice lo que me pidió y subí hasta su
despacho, donde, tras cerrar con el pestillo, me desnudé. Estaba
excitada, cada vez más, sentía la humedad entre mis piernas. Así
que no podía sentarme, pues mojaría la silla o el sillón que tenía
en una esquina del despacho. Puesto que debía estar de pie, decidí
dar una vuelta por el despacho, observar las fotos que tenía en los
estantes, los libros, los pocos papeles que había sobre la mesa y
cuando estaba sumergida en todas esas cosas, oí que llamaban a la
puerta tres veces seguidas, sin duda era él. Abrí la puerta y él
entró. Cerró la puerta tras de sí, con el cerrojo y su voz sonó
grave y dominante exigiéndome:
— Date la vuelta y pon tus manos a
la espalda.
Obedecí, mientras él se quitaba la
corbata que llevaba puesta durante el evento, y me ató las manos en
la espalda con esta.
— Ven — me dijo, llevándome
hasta la mesa. — Inclínate — me ordenó, empujándome del
cuello.
Lo hice y entonces, sentí que ataba
mis piernas a las patas de la mesa, de modo que quedaran abiertas.
— Muy bien, Sumisa, ¿dispuesta para
nuestra primera sesión?
— Sí, Señor — respondí
sintiéndome totalmente excitada.
— Bien, pues antes de seguir debo
darte algunas instrucciones más, que seguirás cada vez que nos
encontremos. Hoy no las voy a tener en consideración, pero la
próxima vez sí. ¿De acuerdo?
— Sí, Señor.
— Siempre te pondrás el collar
antes de empezar la sesión, te llamaré al móvil para que vengas
hasta aquí siempre que vayamos a tener una sesión, cuando te llame
vendrás enseguida, nada de excusas, ni de estoy haciendo esto o
aquello y ahora no puedo. Siempre estarás dispuesta para mí, ¿De
acuerdo? Esta será una relación sólo de Amo y Sumisa, no creo en
el amor dentro del BDSM, así que no te hagas ilusiones, porque no
seremos pareja más allá de nuestra relación Amo-Sumisa. Ahora,
vamos a ver cómo te comportas, putita — terminó, acariciando mi
culo.
Gemí, al sentir su mano, metió sus
dedos entre los pliegues de mi vagina y pudo comprobar que estaba muy
húmeda.
— Uhmm, realmente estás mojada,
¿quieres que te folle? — me preguntó.
— Sí, Señor — le contesté
jadeando, mientras sentía cómo metía uno de sus dedos dentro de
mí.
— Pues ya veremos si lo hago,
depende de cómo te portes, como también puede ser que te folle con
otra cosa — añadió introduciendo otro dedo y moviéndolos ambos
dentro y fuera de mí.
Un gemido se escapó de mis labios, la
excitación me recorría como un torrente. Entonces, con una rapidez
inesperada, sus dedos abandonaron mi humedad y el sonido seco de sus
palmadas resonó en mis nalgas. El ardor me despertó, una mezcla de
sorpresa y deseo me invadió. Se giró hacia un pequeño armario tras
la mesa, sacando una bolsa de deporte que depositó sobre la silla.
— Veamos qué tesoros escondemos
aquí —murmuró, su voz cargada de intención.
De la bolsa, extrajo un flogger, su
mirada se encontró con la mía, una chispa de malicia brilló en sus
ojos.
— Empezaremos con esto —sentenció,
y supe que el juego estaba a punto de volverse aún más intenso.
El
flogger silbó en el aire, azotando mis nalgas con precisión. Los
gritos se ahogaron en mi garganta, un fuego abrasador se extendió
por mi piel, tiñéndola de un rojo intenso. Se detuvo, su aliento
rozó mi oído mientras preguntaba:
—¿Te
gusta?
Sus
dedos se deslizaron hacia mi centro, acariciando con suavidad mis
labios hinchados y mi clítoris palpitante. Un gemido se escapó de
mis labios, mi cuerpo se arqueó ante su tacto.
—Sí...
—susurré, la voz entrecortada por el placer—. Me encanta.
El
flogger volvió a silbar, azotando mi piel con una furia que me
arrancó gemidos de placer y dolor. Mis nalgas ardían, cada golpe un
recordatorio de su poder, mientras sus dedos danzaban en mi entrada,
provocando espasmos de placer.
—
¿Te
gusta esto, zorrita? — susurró, su voz ronca me erizó la piel.
—
Sí,
Señor — gimoteé, mi cuerpo temblando ante la mezcla de dolor y
excitación.
Los
azotes continuaron, cada golpe me llevaba más allá del límite, un
placer oscuro y desconocido se apoderaba de mí. Se detuvo, dejando
el flogger a un lado, y sus manos me acariciaron con fuerza, marcando
mi piel con el calor de su deseo. Luego, rebuscó en la bolsa,
sacando un consolador y un lubricante. La punta fría del consolador
rozó mi entrada, y supe que estaba a punto de sumergirme en un nuevo
nivel de sumisión. Lo introdujo lentamente, estirando mi carne,
llenándome por completo.
—
¿Te
gusta ser follada por un consolador, putita? — preguntó, su voz
cargada de malicia.
Un
gemido se escapó de mis labios, un suspiro de rendición.
—
Sí — jadeé, la voz cargada de
deseo—. Me encanta, me vuelves loca.
El
consolador se deslizaba dentro de mí con un ritmo perfecto, una
tortura placentera que me mantenía al borde del abismo.
— Esto
es lo que deseas, ¿verdad, putita? — susurró, su
voz grave y sensual me hizo estremecer —.
¿Ser tomada, sin importar cómo? Eres realmente un puta, dímelo,
dime que eres mí puta.
— Soy
tu puta, Señor — respondí, la sumisión en mi voz tan palpable
como el placer que me consumía. El consolador se movió con más
intensidad, llevándome al límite, haciéndome temblar de deseo.
Sacó
entonces el consolador y volvió a la bolsa a buscar algo. Extrajo un
Magic Wand. Me sorprendió verlo, pues nunca había visto ninguno tan
de cerca Lo encendió, el zumbido vibrante llenó el aire, y la punta
del Magic Wand rozó mi clítoris, enviando ondas de placer a través
de mi cuerpo. Los gemidos brotaron de mis labios, incontrolables. No
me di cuenta, perdida en la vorágine de sensaciones, de que su otra
mano había regresado con el consolador, deslizándolo de nuevo
dentro de mí. La combinación era celestial: el Magic Wand
masajeando mi clítoris, el consolador llenándome por completo. La
excitación me consumió, un torbellino de placer que me arrastraba
hacia el orgasmo. Mientras me retorcía y gemía, él susurró:
—
Eres
exquisita, mi sumisa.
Las
palabras se ahogaron en mi garganta, reemplazadas por gemidos y
suspiros de puro placer. La combinación del Magic Wand y el
consolador me llevó al borde del abismo, y me desplomé en un
torrente de espasmos y gritos de éxtasis. Justo cuando mi cuerpo aún
temblaba por el orgasmo, sentí el roce de su piel contra la mía.
Desabrochó su pantalón, liberando su erección, y en un movimiento
fluido, me penetró. Sus embestidas eran fuertes y profundas,
llenándome por completo, mientras susurraba palabras obscenas,
reclamándome como suya. El placer me invadió de nuevo, una ola de
calor que me llevó a otro orgasmo, justo cuando él se derramaba
dentro de mí.
Después,
me liberó de mis ataduras, y nos acomodamos en el sillón, yo a
horcajadas sobre él. Sus manos recorrían mi cuerpo, acariciando mi
piel aún sensible, mientras me decía lo bien que lo había hecho.
Me preguntó cómo me sentía, y hablamos largo y tendido sobre las
sensaciones y emociones que habíamos experimentado. Fue una primera
sesión inolvidable, un despertar a un mundo de placer y sumisión
que me dejó sin aliento.
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