Estás sentada en el suelo, rodeada de libros y leyendo uno que tienes posado sobre tus piernas.
— Hola — te saludo.
— ¿Qué haces aquí? — me preguntas.
Decido sentarme junto a ti en el suelo y respondo:
— Necesitaba verte.
— Te dije que no podíamos volver a vernos a solas, que no era buena idea — dices sin quitar la vista del libro que estás hojeando.
— Lo sé, pero de verdad que no podía estar más sin verte.
Te cojo por el cuello y acerco mi boca a la tuya y te beso, larga, profundamente, apasionadamente. Quiero echarte sobre el suelo y hacerte mía aquí mismo y a la vez lucho contra ese deseo que es más fuerte que yo, porque realmente lo hago. Te echo sobre el suelo, poniéndome sobre ti.
— No, por favor, Alex, otra vez no — susurras — puede vernos alguien.
Pero tanto tú como yo sabemos que a estas horas no va a venir nadie. Suspiras, siento tus manos en mi cintura. Apoyo mi frente en la tuya, mientras me hago hueco entre tus piernas.
— Esto es una locura — murmuras, pero tus manos están desabrochando mi pantalón.
Sonrío al ver que finalmente cedes a tus deseos. Volvemos a besarnos, y te subo la falda. Por fin liberas mi sexo y yo salvaje, apartó tus braguitas y sin más preámbulos te penetro. Gimes, cuando sientes como entro en ti, yo me estremezco, sentir el calor de tu sexo sobre el mío me obnubila, quiero estar así eternamente, pegado a ti, dentro de ti. Me quedo un rato inmóvil, quiero sentirte y quiero recordar este momento para siempre. Y entonces, impaciente, empujas, pero yo me mantengo firme, quieto, sintiéndote. Cubro tus mejillas con mis manos apoyando de nuevo mi frente en la tuya y te susurro:
— Espera, tranquila.
Me besas y empujas de nuevo, y entonces reemprendo mis embestidas, empujando dentro de ti. Primero despacio y después más deprisa. Gimes, gimo, me deshago en ti y tú en mí, somos dos animales descargando sus instintos, nuestros cuerpos se aman, se sienten, bailan al ritmo del infernal sonido de nuestros corazones en un viaje imparable hacia el placer. Te beso, sintiendo el calor de tu boca en la mía, y luego siento los espasmos de tu placer estrujando mi sexo y ya no puedo detenerme, y tras un par de lentos empujones yo también alcanzo el tan deseado placer.
Cuando me derrumbo sobre ti, me susurras al oído:
— Esto es una locura.
Me aparto de ti, dejó que te recompongas y yo hago lo mismo mientras te desafío:
— Dime que no te ha gustado, dime que no lo deseabas tanto como yo, dímelo y no volverá a pasar, te lo prometo.
— Sabes que no puedo decirte eso. Yo lo deseaba tanto como tú, joder, es que tampoco he dejado de pensar en ti estos días. Con Alberto las cosas no están bien, y no es por tí ni por esto, viene de antes, ya llevamos un tiempo, así — me confiesas.
— Lo sé, y también sé por qué, le vi con su secretaría en un restaurante, comiéndose a besos — te confieso yo.
— Pero si es una cría — dices levantándote.
— Entonces, ¿yo también lo soy? — te pregunto desilusionado.
— ¿Qué, por qué lo dices?
— Porque creo que tiene la misma edad que yo, 24.
Me miras con ternura y me dices:
— No, tú no. Yo tenía esas edad cuando me casé con tu padre y tuve a Alba. Pero es que ella, me está haciendo lo mismo que le hizo a tu madre — apuntas.
Recoges los libros que estabas revisando cuando llegué, han quedado todos esparcidos por el suelo. Los colocas en una de las estanterías.
— Sí, supongo, no sé, yo era joven entonces, un adolescente y en ese momento solo me preocupaba por mí. Me dolió, evidentemente, que nos dejara, pero… lo entendí.
Tú suspiras. Te acercas al mostrador donde tienes una caja con libros, yo me acerco a ti y te preguntó:
— ¿Te ayudó?
Sonríes.
— ¿No tienes nada que hacer? — me preguntas.
— Ahora mismo no.
Aceptas mi ayuda, sacas un par de libros de la caja y me indicas donde debo colocarlos. Entre tanto, tú te acercas a la puerta y giras el cartel mostrando el lado en el que pone “Abierto”. Aún recuerdo la primera vez que pise la librería, venía para conocerte con mi padre y me regalaste un libro: “Los juegos del hambre” de Suzanne Collins y recuerdo que me encantó la novela. Después, cada vez que he venido a tu librería ha sido para comprar algún libro que tú me habías recomendado. Entra un cliente y te diriges a él. Me encanta verte en tu trabajo. Sé que te gusta, te encanta vender libros, leerlos, recomendarlos y tratarlos con cariño. Y eso me gusta de ti. El hombre busca un libro en concreto y tú lo llevas hasta la estantería donde lo tienes, lo sacas y se lo enseñas, él te dice que está bien y luego juntos os dirigís a la caja. Lo metes en una bolsa, marcas el precio en la caja registradora y él te da un billete, luego le das el cambio y finalmente sale de la librería feliz y contento con su libro. Te veo suspirar, sé que eso es lo que te gusta, hacer feliz a la gente cuando se hacen con el libro que desean leer. Miro el reloj, tengo que irme ya, pues empiezo a trabajar a las doce.
— Tengo que irme.
— Vale.
Me acerco a ti y te doy un beso en la mejilla.
— Nos vemos, preciosa.
Sonríes y me respondes:
— Hasta pronto, guapo.
Salgo de la librería, estoy feliz y contento. Y sé que tú también, y esta vez, sé que habrá una próxima vez.
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