— Anda siéntate aquí a mi lado — me pediste.
— En el próximo semáforo — te dije.
Y así fue, en el siguiente semáforo donde paraste, me senté junto a ti en el asiento del copiloto. Me diste un beso profundo y con lengua, y no perdiste el tiempo para aventurar tu mano por mi entrepierna desnuda y buscar mi húmedo sexo. Me excité cuando tus dedos alcanzaron mi clítoris y a pesar de que al arrancar tuviste que quitar la mano para cambiar de marcha, luego volviste a regalarme aquellas caricias, haciendo que todo mi cuerpo se estremeciera. Cada vez deseaba más que llegáramos a tu casa y me hicieras otra vez tuya.
Cuando llegamos, y tras aparcar el coche, me besaste apasionadamente primero, y luego desnudaste uno de mis senos, mientras de nuevo, adentrabas tu mano por mi entrepierna. Mordiste mi pezón, y lo chupeteaste, entretanto tu mano acariciaba los pliegues de mi sexo haciéndome estremecer.
— ¡Aaaah, Pedro, vamos arriba, no aguanto más! — te supliqué.
No te hiciste de rogar mucho y tras recomponer el vestido, me ayudaste a bajar del coche. Subimos a tu piso, comiéndonos a besos en el ascensor y sin dejar de acariciar nuestros cuerpos por encima de la ropa. La lujuria nos tenía enfebrecidos y no podíamos obviarla. Llegamos a tu piso, y tras entrar, cerraste la puerta y te abalanzaste sobre mí, pegaste mi cuerpo al tuyo, me besaste profundamente. Yo subí una de mis piernas hasta tu cadera y con ella te empujé hacia mí, sentí tu erección pegada a mi pelvis, volvías a estar duro, a desearme. Luego tu mano se deslizó por mis pliegues vaginales. Besaste mi cuello, y descendiste por mi escote hasta mis senos, que de nuevo sacaste del escote, dejándolos apretados a tu vista. Los mordiste y saboreaste a tu antojo, pellizcándolos y apretándolos. Luego seguiste tu camino descendente hasta mi entrepierna, subiste la falda hasta mi cintura y sentí tu lengua, acariciar mi clítoris, adentrándose en mis pliegues y lamiendo cada centímetro de mi vulva. Empecé a gemir excitada, deseando sentir más, ansiando que penetraras en mi agujero vaginal y lo hiciste, metiste la punta de tu lengua en mi vagina, y todo mi cuerpo se estremeció. Pero repentinamente tu boca abandonó mi sexo, y me hiciste poner de espaldas a ti. Acariciaste mis nalgas con suavidad y separándolas con ambas manos, adentraste tu lengua en mi agujero trasero. Un fuerte gemido escapó de mi garganta y todo mi cuerpo se tensó. Tus dedos jugueteaban con mi clítoris, mientras tu lengua y tu boca veneraban mi agujero trasero, era el juego previo a lo que en unos minutos me harías y solo con pensarlo, me ponía a cien, haciendo que todo mi sexo se humedeciera, llenando tus dedos con mis jugos. Te pusiste en pie detrás de mí, y mientras restregabas tu sexo erecto por mis jugos, acariciaste mis senos y besaste mi nuca. Ambos estábamos a cien, y nada nos iba a detener. Tus manos cubrieron mis senos, tu sexo rozó mi culo, lo colocaste entre mis nalgas y lo restregaste excitándome aún más. Luego con tus manos abriste mis posaderas, llevaste tu sexo hasta mi agujero trasero y muy despacio para no hacerme daño, me penetraste.
— ¡Uhmmm, como me gusta este agujerito mío! — Me susurraste al oído.
Tuyo, sí, solo tuyo, porque solo tú tenías el privilegio de follarme por ese agujero, esa era la única parte de mi cuerpo, que era solo tuya y de nadie más.
Poco a poco fuiste adentrando tu sexo en mi ano, hasta que estuvo completamente enterrado él. Entonces empezaste a moverte muy despacio, mientras una de tus manos acariciaba mi clítoris con mucha suavidad. Los gemidos y la pasión llenaban aquella casa tiñéndola de color rojo. Pausadamente fuiste aumentando el ritmo, del mismo modo que se fue incrementando mi placer, haciendo que mi ano se estremeciera y estrujara tu verga entre sus paredes. Hasta que ninguno de los dos pudo detenerse y empecé a estremecerme, alcanzando el segundo orgasmo de la noche. Parecía que tú también ibas a correrte, podía sentir tu pene hinchándose en mi culo, pero repentinamente, al comprobar que yo ya había alcanzado el éxtasis, lo sacaste de ese cálido refugio. Me hiciste girar de nuevo hacia ti. Me diste un apasionado beso en la boca y reteniendo mi cara entre tus manos me preguntaste:
— ¿Aún no has cenado, verdad, preciosa?
— No — respondí.
— Pues vamos a la cocina a ver que encontramos.
Entramos en la cocina, y tú abriste la nevera, sacaste el bote de spray de nata y me miraste con picardía. Enseguida adiviné lo que deseabas. Me arrodillé frente a ti, y abrí el cinturón y el botón del pantalón, deslizándolo por tus piernas. Hice lo mismo con tu slip, liberando tu sexo erecto. Tú me quitaste el vestido y el sujetador. Acerqué mi boca y antes de que empezara a lamer lo embadurnaste con la nata. Lamí comiendo aquel manjar dulce mezclado con el salado sabor de tu verga, hasta dejarla limpia. Lo saqué de mi boca y volviste a untarlo con nata. Repetí la operación, lamiendo y saboreando tu sexo. Sin saber como, volvía a sentirme excitada y deseaba otra vez tenerte dentro. Te miré traviesa a los ojos, mientras tú observabas como lamía tu sexo. Estabas a mil, podía verlo en tus ojos. Enredaste tus manos en mi pelo y empujaste mi cabeza para que siguiera lamiendo tu verga, que a buen ritmo entraba y salía de mi boca sin parar. Sentí como empezaba a hincharse y como gemías excitado y en pocos segundos sentí tu amargo sabor llenando mi boca. Tragué tu espeso semen, y cuando terminaste de correrte, seguí lamiendo el glande y el tronco dejándolos bien limpios. Al terminar me puse en pie y te besé.
— ¿Vamos al comedor y descansamos un rato para el siguiente asalto? – Propuse.
— Vale — aceptaste.
Desnudos como estábamos nos dirigimos al comedor y nos acostamos juntos en el sofá. Tú pegado al respaldo y yo delante, dándote la espalda.
— ¿Qué has hecho estos tres días sin mí? — Me preguntaste.
— Echarte de menos, ¿y tú?
— Lo mismo, además de ir de una reunión a otra.
Sentí tus labios sobre mi hombro desnudo. Cerré los ojos y dejé que el sueño me venciera. Las caricias de tu mano sobre mi hombro y tus besos en mi nuca me despertaron. Abrí los ojos:
— ¡Buenos días, princesa!
— ¿Qué hora es? — Te pregunté.
— Aún es temprano, sólo son las dos de la madrugada.
— ¡Uhm, hace calor! — Murmuré sintiendo todo mi cuerpo húmedo y sudoroso — ¿Qué tal si tomamos un baño? — Te propuse.
— Vale.
Me levanté del sofá y tú me seguiste. Parecía que no querías separarte de mí, pues mientras andaba tu mano seguía posada en mi cadera, como un nexo de unión entre ambos. A medio camino, me hiciste detener y me abrazaste con fuerza diciendo:
— ¡Qué buena estas!
— ¿Ah, sí? — Sentí tu cuerpo pegado al mío y tu erección creciendo de nuevo entre tus piernas.
— Creo que no llegaremos al baño.
— ¡Ah, no! — Dije traviesa.
Me giraste hacia ti, pegando mi espalda a la pared. Nuestros cuerpos estaban unidos piel contra piel.
— No, creo que voy a hacértelo otra vez aquí, de pie, como me gusta.
— ¡Uhm! — Musité restregando mi cuerpo contra el tuyo. Me encantaban tus locuras, tus arranques de pasión y tus múltiples ideas para hacerme el amor de mil y una maneras. Todo lo contrario a lo que hacía con mi marido.
Besaste mi cuello y todo mi cuerpo se estremeció. Mi respiración se aceleró. No podía creerme que estuviera otra vez encendida. Tu sexo ansioso chocaba con el mío. Se notaba que habías pasado hambre de sexo en los tres últimos días. Acariciaste mis senos y los chupeteaste, mordiste y lamiste. Estaba a cien, y no podía creer que a pesar de haber tenido ya cuatro orgasmos, aún tuviera ganas de repetir y sentirte dentro de mí. Descendiste besando mis senos, luego mi vientre, hasta llegar a mi monte de Venus. Sentí tu lengua acariciando suavemente mi clítoris, chupeteándolo, disfrutando del sabor de mi sexo. Tu lengua se enredó en él y todo mi cuerpo se estremeció. Sentía como adentrabas tu boca en mi sexo y como intentabas llegar a lo más profundo de él con tu lengua, haciéndome estremecer y desear más. Enredé mis manos en tu pelo y apreté tu cabeza contra mi sexo. Sentirte entre mis piernas era una sensación maravillosa. El colofón vino cuando introdujiste uno de tus dedos en mi húmedo sexo y luego otro y empezaste a moverlos dentro y fuera de mí, como si fueran un pequeño pene. Aquellas caricias, unidas a las producidas por tu lengua sobre mi clítoris, hacían que mis piernas flaquearan, por eso te pusiste en pie. Me aupaste, apoyando mi espalda en la pared, y muy despacio me hiciste descender sobre tu erecto pene, hasta quedar ambos encajados el uno en el otro. Me sentí llena de ti de nuevo, y ayudada por ti, empecé a moverme subiendo y bajando sobre tu erecto pene, apreciando como se adentraba en mí una y otra vez. Mi respiración se tornó entrecortada y de mi garganta los gemidos de placer se repetían continuamente. Tú también gemías, haciéndome escuchar tus gemidos en mi oído. El placer iba aumentando poco a poco dentro de mí, y no tardé en alcanzar de nuevo el éxtasis, justo después de ti. Me bajaste al suelo, y volviste a besarme, las piernas me temblaban y pensé que en cualquier momento caería al suelo. Pero tú me tenías bien sujeta.
— Vamos a la cama – te pedí – necesito descansar.
Me cogiste en brazos y me llevaste hasta la cama. Donde cuidadosamente me depositaste, luego te acostaste a mi lado y enseguida el sueño nos venció.
Desperté muy temprano, cuando los primeros rayos de sol entraban por las rendijas que dejaba la persiana. Tu cuerpo desnudo se veía tan hermoso… Acerqué mi boca a tu hombro desnudo y lo besé. Me parecía un sueño haber pasado la noche contigo. Miré el despertador que había en tu mesita, marcaba las seis, pensé que aún teníamos tiempo de un último asalto. Así que pegándome a ti, empecé a acariciar suavemente tus huevos, mientras besaba tu hombro. Poco a poco fuiste despertando. Cuando abriste los ojos, me miraste y dijiste:
— Pensé que había soñado todo lo que hemos hecho esta noche.
— No, ha sido todo real — añadí yo. Nos besamos apasionadamente, y al comprobar que tu sexo había crecido lo suficiente, me puse sobre ti
Tus manos recorrieron todo mi cuerpo desnudo hasta alcanzar mi sexo y concentrarse solo en él, produciéndome un agradable placer, que hizo que enseguida se inundara todo mi sexo de jugos. Tu sexo entre mis piernas pujaba por poseerme y no tardaste en colocarlo a la entrada de mi vulva y penetrarme de un solo empujón. Empecé a cabalgar enloquecida sobre ti, mientras tus manos atrapaban mis senos y los masajeabas y pellizcabas aumentando mi satisfacción. Los gemidos y jadeos inundaban la habitación y el fuego de aquella pasión nos quemaba a ambos por igual. Te incorporaste para abrazarme, lo que hizo que tu sexo se hundiera más en mí y la sensación se intensificara. Acercaste tus labios a los míos y no pude evitar caer en la tentación de morderlos y succionarlos. Nos besamos, mientras sentía como te hundías en mí, y como tu sexo salía y entraba del mío hinchándose cada vez más; hasta que ambos alcanzamos el orgasmo al unísono. Nos derrumbamos sobre la cama y nos quedamos abrazados un rato.
Luego nos hemos separado y tú te has dormido de nuevo. Yo me he quedado un rato quieta a tu lado, hasta que me he levantado y me he sentado en la silla para observarte, hermoso y dulce, como la fruta prohibida. Mis pensamientos vagan y divagan sobre sí, debería decírselo a Juan y dejar de engañarle de una vez por todas o seguir escondiéndole esta relación que cada vez está más arraigada en mí. Me visto despacio. Tengo que ir a por mis hijos.
Me acerco a ti y beso tu mejilla suavemente, pero el beso te despierta, abres los ojos y susurras:
— ¿Ya te vas?
— Sí, ha sido una noche maravillosa. Nos vemos.
— Por supuesto, preciosa.
Nos besamos en los labios y salgo de la habitación.
Cuando llego a casa de mi madre, ella me está esperando.
— Buenos días, hija. ¿Qué tal has pasado la noche? ¿Con Pedro, supongo?
— Efectivamente, madre, y ha sido una noche maravillosa.
— Ya te dije que tener un amante le daría aliciente a tu aburrida vida de ama de casa. Pero que este sea el mejor amigo de tu marido… — dice mamá con desconfianza.
— ¡Mamá!
— Yo solo te aviso, estás tentando a la suerte, hija.
En ese preciso instante suena mi móvil. Es Juan, preguntándome por nuestro hijo y diciéndome que en un rato vendrá a buscarnos.
Nada más colgar, mi padre sale de su habitación y se acerca a mí.
— ¡Buenos días, hija! ¿Y Juan?
— Está abajo buscando aparcamiento, ahora sube — miento.
Mi madre y yo entramos en la habitación de los niños y antes de despertarlos me susurra al oído:
— Recuerda que hoy es mi tarde con Alberto y no podré ir a buscar a los niños.
— Sí, mamá, ya lo sé. Aún no entiendo como después de tantos años, papá aún no se ha enterado de que lleva unos cuernos más grandes que los de un ciervo.
Ambas nos reímos.
De todos es sabido que el cornudo es el último en enterarse de su condición de astado.
ResponderEliminar