ESTO NO DEBÍA DE HABER PASADO
Veinte años habían pasado ya, veinte años desde que Antonio y yo nos habíamos conocido, veinte años desde el día en que nos casamos, y estábamos a sólo cinco días de nuestro aniversario de boda. Habíamos decidido celebrarlo con una pequeña fiesta en el jardín de nuestra casa con todos nuestros familiares y amigos. Una casa que había construido precisamente Antonio, antes de que se convirtiera en un importante constructor que viajaba por todo el país, para supervisar sus obras.
En estos veinte años muchas cosas habían cambiado. Habíamos tenido dos preciosos hijos, un niño y una niña. Yo había dejado de trabajar como profesora mientras ellos eran pequeños y, al reincorporarme cuando ya no me necesitaban tanto, había encontrado un trabajo como profesora adjunta en la universidad, en el departamento de pedagogía. La empresa de construcción de Antonio había crecido y se había convertido en una de las más importantes del país. Él y su hermano Juan viajaban con bastante frecuencia de un lado a otro del país para supervisar los trabajos, y eso hacía que nos viéramos poco. Además, el tiempo y la distancia, habían causado mella en nuestra relación, y a veces me daba la sensación de que Antonio era más un compañero de piso que mi marido, pues aunque los días que estaba en casa dormíamos en la misma cama, ya nunca me tocaba. Sentía como si su deseo por mí hubiera desaparecido por completo. Sobre todo, en el último año, que eran contadísimas las ocasiones en que habíamos tenido sexo.
Aquella mañana, me levanté temprano, como siempre, para preparar el desayuno para toda la familia. Ya lo tenía todo listo: la mesa puesta, el café, las tostadas estaban en la tostadora; sólo faltaban mis hijos.
— Buenos días — me saludó Antonio al entrar en la cocina.
Se acercó a mí y me dio un dulce y corto beso en la mejilla.
— ¿Dónde están los niños? — le pregunté.
Antonio se sentó a la mesa, cogiendo el periódico.
— Ya no son niños, mamá, tienen 15 y 18 años.Si te oyen se van a enfadar — me advirtió
— Para mí, siempre serán mis niños.
Habían crecido muy deprisa y ya no me necesitaban para nada. Empezaban a hacer sus vidas a parte de mí y de su padre. Quizás por eso, cada vez me sentía más sola.
— Buenos días, mami — saludó mi hija, Clara. Ella también me dio un beso en la mejilla.
— Buenos días, cariño. ¿Y tu hermano? — le pregunté, mientras se sentaba en la mesa junto a su padre.
— Creo que aún está en el baño.
Me senté en la mesa, colocando el plato con las tostadas frente a mí.
— Pues sino espabila llegaréis tarde.
— ¿Podrás llevarme al aeropuerto o mejor llamó a un taxi? — me preguntó Antonio.
— Buff, mejor llama un taxi, hoy es el primer día de clase, es mejor que llegué con tiempo — le dije.
El primer día de clase siempre era un pequeño caos: alumnos nuevos que no sabían dónde tenían que ir, profesores que te paraban para saludarte, correr de una clase a otra buscando el aula que te tocaba ahora, presentaciones; en fin, uno de los días más movidos del curso, sin duda.
— Buenos días — saludó mi hijo por fin.
— ¡Ya era hora! — me quejé — Vais a llegar tarde si no espabilas.
— Da igual, es el primer día — se excusó Toni, mi hijo.
— No da igual, precisamente porque es el primer día deberías llegar a tiempo. Si llegas tarde darás mala imagen y en la universidad esas cosas se tienen muy en cuenta — traté de explicarme a mi hijo que empezaba la carrera aquel año — y primero tienes que dejar a tu hermana en el instituto.
— Haz caso a tu madre, Toni, es mejor que lleguéis bien de tiempo, así que ya puedes espabilar — Antonio se levantó de la mesa, pues ya había acabado de desayunar — Voy a llamar al taxi y bajaré la maleta.
Después de media hora, todos nos dirigíamos a nuestras respectivas obligaciones. Llegué a la facultad quince minutos antes de que comenzaran las clases. Era el primer día de clase, con nuevos alumnos y una nueva etapa para todos. Aunque había pasado por esto varias veces en los últimos siete años, todavía me ponía nerviosa en ese primer día. Ese año, me tocaba impartir clases a los estudiantes del máster de Psicopedagogía, como profesora adjunta de la asignatura de Aprendizaje y Psicopedagogía. Y ese día, mi clase era la primera del día, es decir, la primera del curso.
Entré con mis libros y mi cartera intentando no mirar a la platea, pues sabía que si lo hacía me pondría aún más nerviosa.
— Buenos días y bienvenidos a un nuevo curso — saludé llegando a la mesa.
Puse mi cartera sobre esta y saqué la carpeta donde tenía la lista de alumnos, entonces, sí, miré al frente haciendo contacto visual con uno de los alumnos, un chico moreno, de no más de 25 años, con el pelo negro, y unos ojos marrones que te hipnotizaban con sólo mirarte unos segundos. Me costó apartar la mirada de él y a él creo que le pasó lo mismo.
— Soy vuestra profesora de Aprendizaje y Psicopedagogía — intenté continuar —. Me llamo Sabrina. — El chico no dejaba de mirarme, por lo que le señalé y le dije: — A ver tú, preséntate.
El chico se levantó y empezó diciendo:
— Me llamo Paride y estoy aquí para aprender — en su voz noté un acento diferente a lo que estaba acostumbrada.
— ¿No eres de aquí, verdad? — le pregunté.
— No, soy italiano — respondió él.
— Muy bien, gracias, Paride.
Seguí pidiendo a los alumnos uno por uno que se presentaran, sin dejar de observar a Paride. El chico era guapo, bastante guapo, y muy sexy, y enseguida me di cuenta de que no era la única que no dejaba de mirarlo. Sus compañeras de clase también lo observaban suspirando. La clase terminó y me despedí de ellos. Recogí mis cosas y, sin darme cuenta, un par de papeles se me cayeron al suelo. Paride enseguida se acercó a recogerlos y me los devolvió.
— Señorita, se le ha caído esto — dijo, alcanzándomelos.
— Gracias.
Y entonces, al elevar mi mirada hacía la suya, sentí como un escalofrío que me recorría todo el cuerpo. Su mano rozó la mía y vi cómo se humedecía los labios con la lengua. Unos labios carnosos, rojos, gruesos, que cualquier mujer desearía besar, incluida yo en aquel momento. Sin duda, aquel italiano intentaba seducirme, porque me sonrió e incluso me pareció que me guiñaba un ojo. Cogí el papel, y salí del aula sin mirar atrás, nerviosa y a toda prisa.
No volví a verlo hasta la hora de salida. Yo iba hacía el aparcamiento, estaba ya casi junto a mi coche, cuando oí una voz tras de mí que me preguntaba:
— ¿Podría llevarme, por favor?
Me giré y vi que era él.
— Yo...no sé — respondí, sintiéndome fuera de lugar. Me sentía tan poco a su lado, porque él era un chico atractivo, muy sexy, y yo era solo una más, bastante normalita, sin nada especial. O eso creía yo.
— Por favor, me harías un gran favor — suplicó, mirándome con ojos suplicantes.
— Está bien, sube. ¿Dónde vives? — le pregunté.
Entramos en el coche mientras me respondía:
— En la calle Alegría, nº 20, pero no voy allí.
— ¿Y entonces a dónde vas? — pregunté intrigada.
Se acercó a mí buscando mi boca y cuando estaba a solo unos milímetros respondió:
— Aquí — y me besó.
Fue un beso suave, pero que me puso a mil. Todo mi cuerpo temblaba y no podía negar que me gustaba; al contrario, me encantó y me excitó, haciendo que le deseara; me costó darme cuenta de lo que estaba pasando y apartarlo.
— Espera, espera ¿qué haces? Esto no... no, soy una mujer casada.
— Y ¿qué más da? — dijo, echándose sobre mí y tirando mi asiento hacía atrás — Me has estado haciendo ojitos toda la clase y no he podido dejar de pensar en ti en toda la mañana, estás muy buena.
Volvió a besarme, y esta vez yo correspondí a su beso. En realidad, parte de razón tenía, y me gustó gustarle a aquel chico, sentir que se excitaba por mí, conmigo y sentir sus labios, su lengua, barrer la mía en una batalla que, por supuesto, hacía rato que tenía perdida.
Se puso sobre mí, acariciando mi pierna. Sentía su erección sobre mi entrepierna. No podía ser, íbamos a follar, allí mismo, en el aparcamiento de la facultad.
— Espera, espera, no podemos, aquí no, por favor. Me conoce mucha gente, y...
Se apartó volviendo al asiento del copiloto. Yo subí el respaldo de mi asiento incorporándome. Le miré:
— Esto es una locura.
Él sonrió cínicamente:
— Una locura maravillosa. ¿Puedo conducir yo? — me pidió — Te llevaré a un sitio donde nadie nos conozca, me muero por follarte — dijo sin esconder su deseo.
Yo no sabía que hacer, aquello era realmente una locura, pero... ¿cuándo un tío de 25 años me había mirado de aquella manera? ¿O me había deseado como lo hacía él? En realidad, ¿cuánto tiempo hacía que nadie me deseaba como él lo hacía en ese momento? Porque bajo el pantalón tejano que llevaba, se evidenciaba una potente erección. De todas maneras y por un minuto recobré la razón y repetí:
— No puedo, ya te lo he dicho, soy una mujer casada y tú... eres tan joven.
— ¿Y que más da? Dime que no me deseas, dime que no te gusto y te dejaré en paz. Pero yo sé que te gusto, que me deseas, lo he visto en tu mirada, en tus ojos. Y también sé que tu marido no te folla ¿verdad?
Suspiré, ruborizandome. Me avergonzaba que hubiera descubierto lo que sucedía en mi vida privada. Aunque en realidad, así era; me daba vergüenza, y también me parecia una afirmación prepotente, la suya. Se le veía muy seguro de si mismo.
Sentí su mano perderse entre mis piernas entonces, subió por el interior de mi muslo haciéndome estremecer y yo dejé que lo hiciera, que llegará hasta mi entrepierna y acariciara suavemente mi sexo por encima de las braguitas.
— Dime que no te gusta esto, que no me deseas — musitó en mi oído.
Inspiré hondo y finalmente tuve que aceptar.
— Sí, si que te deseo, sí que me gusta — confesé sin poder evitarlo.
— Entonces ¿te gustaría que te llevara a un lugar más privado e hiciéramos lo que he estado deseando desde que te ví entrar en la clase?
Un escalofrió recorrió mi cuerpo y asentí con la cabeza, borracha de deseo por él.
— Pues déjame llevarte a un lugar más privado — propuso, su voz ronca y seductora.
Suspiré y finalmente le respondí:
— Vale.
Acepté, sintiéndome deseada. Porque aquel chico me estaba ofreciendo algo que hacía tiempo que no sentía y quizás por eso acepté, porque necesitaba sentirme deseada, sentir que aún había alguien a quien le interesaba y deseaba pasar un rato conmigo. Alguien para quien no había pasado desapercibida.
Paride sacó su mano de mi entrepierna y me susurró al oído:
— Déjame conducir, te llevaré a un lugar donde tus deseos se harán realidad.
Salí del coche casi sin pensarlo y dí la vuelta por delante para sentarme en el asiento del copiloto, mientras él pasaba por encima de la palanca de cambios para sentarse al volante. Me abroché el cinturón y entonces él arranco el coche, cogió mi mano con la suya, y apretándola, dijo:
— ¿Sabes? Eres la mujer más hermosa que he visto nunca.
Sonreí al oír su piropo. Me gustaba ese chico y mucho, no lo podía negar. Y me gustaba lo que me estaba ofreciendo, un momento de diversión y pasión, sentirme deseada después de mucho tiempo. La suave caricia de su mano en mi rodilla hizo que todo mi cuerpo se estremeciera. Le miré y él también me miró; después volvió a poner la mano sobre la llave de contacto y arrancó.
Paride condujo durante unos 20 minutos por las calles de la ciudad, atravesándola y finalmente, en las afueras, a sólo un par de kilómetros del último barrio por el que habíamos pasado, llegamos a una pequeña casa de campo. Una casa situada en una pequeña urbanización. Paride aparcó frente a la casa, y tras bajar del coche, se dirigió a mi puerta, la abrió y me ayudó a bajar.
— Bienvenida a mi humilde morada — dijo
Y entonces, todos los miedos, todos los recuerdos de mi vida acudieron a mí y empecé a arrepentirme. Pensé en Antonio y en los niños, no podía hacerles aquello.
— Yo no debería estar aquí. Yo... quiero a mi marido — dije, soltando su mano, de la que iba cogida desde que habíamos bajado del coche.
Paride se giró hacía mí, me sujetó por la cintura, acercándose a mí, y me dijo:
— No haremos nada que no quieras, pero no me digas que no deseas esto, porque yo si lo deseo y no voy a parar hasta conseguirlo, ya sea hoy u otro día.
Me envolvió en sus brazos, y me besó, apretando su cuerpo contra el mío. Noté de nuevo su erección, dura y ardiente, y no pude evitar sentirme excitada. Cuando rompió el beso y me miró a los ojos, dijo:
— ¿Lo notas? Está así por ti. Porque me pones a mil, porque te deseo, porque quiero estar dentro de ti.
Todo mi cuerpo se estremeció.
— Olvida por un rato que tienes una vida lejos de ti y de mí.
Con esas palabras me desarmó, y pensé que tenía razón, él me deseaba y mi marido estaba muy lejos, no sólo físicamente. Así que dejé que me llevara hasta el interior de la casa.
La casa era pequeña, con solo un salón- comedor, cocina americana, una habitación al fondo, y un baño, y se notaba por los pocos muebles que tenía y el desorden que había, que allí solo vivía él.
— Perdona el desorden, pero está mañana no he tenido tiempo de recoger.
— No pasa nada — traté de disculparlo.
Me llevó hasta la habitación, donde había una cama de matrimonio. Nos lanzamos a besarnos con pasión,desnudándonos mutuamente con urgencia. Una vez desnudos, Paride me tumbó en la cama, sujetó mis brazos por encima de mi cabeza y, con su cinturón, me ató a los barrotes.
— ¿Qué haces? — le pregunté, sorprendida.
— Atarte. A mí me gusta así, te ves preciosa atada e inmovilizada. Dándome a mi todo el poder.
Un jadeo escapó de mis labios, presa de una excitación desconocida.
Volvió a besarme y yo gemí sobre sus labios al sentir su cuerpo sobre mí. Se incorporó para admirar mi cuerpo, y yo pude admirar su musculatura, sus brazos torneados y, sobre todo, su erección imponente y palpitante. Era evidente que estaba excitado.
Cogió un condón del cajón superior de la mesita de noche y se lo puso con cuidado. Me besó colocándose sobre mí. Acarició mis pechos con deseo y tomó mis pezones entre sus dedos, tirando de ellos con suavidad, y mordiéndolos a continuación con intensidad. Experimenté un placer desconocido. Yo también lo deseaba con todas mis fuerzas. El calor aumentaba en mi entrepierna y la humedad se intensificaba. Con una caricia segura, su mano se deslizó entre mis muslos, encontrando mi entrada. Un dedo penetró en mí, despertando una sensación indescriptible.
— ¡Oh, por favor, Paride! — supliqué, quería, necesitaba que me penetrara.
Pero él parecía tomárselo con calma. Siguió acariciando mi sexo, metiendo el dedo y añadiendo otro. Yo gemí excitada, mientras mi amante lamia mis pechos. Aquello estaba siendo una tortura, pero una tortura muy agradable.
— ¡Oh, joder, no puedo más! — exclamó Paride, colocándose entre mis piernas y dirigiendo su polla hacía mi agujero vaginal.
Sentí como me penetraba, lo hizo lentamente, muy lentamente, y cuando estuvo totalmente dentro de mí, se quedó inmóvil durante un rato que a mí se me hizo eterno.
— Tienes el coño más caliente que nunca he sentido — musitó en mi oído y entonces empezó a empujar, a moverse dentro y fuera, dentro y fuera. Primero lentamente y después aumentado el ritmo poco a poco.
Estuvo así durante al menos unos cuantos minutos, y cada vez que veía que estaba a punto de correrme se detenía, esperaba unos segundos, tal vez un minuto y después volvía a arremeter, a moverse dentro y fuera. Yo no podía más, necesitaba sentir por fín el ansiado orgasmo, por lo que le pedí:
— Por favor, deja que me corra.
— ¡Uhm debes pedírmelo bien! Mira debes decir: Por favor, Señor, ¿puedo correrme?
Gemí y supliqué como él me indicaba:
— Por favor, Señor, deja que me corra.
Besó mi cuello y siguió penetrándome, moviéndose de una manera veloz, rápida, hasta que finalmente alcancé el tan deseado orgasmo gimiendo placenteramente. También Paride se corrió sólo unos segundos después de que yo lo hiciera, abrazándome al derramarse en mí.
Cuando nuestros cuerpos se aquietaron por fin, me besó por toda la cara, suavemente. Me desató las manos, y en ese instante me di cuenta de que me sentía feliz por primera vez en mucho tiempo.
— Esto no tenía que haber pasado — musité, cuando salió de mí y se apartó acostándose junto a mí.
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